Protesta de taxistas en el Paseo de la Castellana, en Madrid.
“Puede que los taxistas no se hayan hecho automáticamente de izquierdas
tras este conflicto, pero sí han comprendido, por la fuerza de los
hechos, lo que supone el ansia desreguladora del capitalismo actual”.
Los taxistas han obtenido una victoria
momentánea en sus reivindicaciones frente a las compañías que operan con
licencia de vehículo de turismo con conductor (VTC). Desde el
Ministerio de Fomento se ha optado por el plan de traspasar la
competencia para otorgar estas licencias a las comunidades autónomas, si
así lo solicitan en los próximos tres meses, para de esta forma hacer
efectivo la ratio 1/30 de VTC respecto al taxi.
El conflicto, que lleva ya presente en
las calles desde hace más de un año, parte del incumplimiento de esta
proporción debida, en su mayor parte, a una apresurada liberalización del sector en 2009
por el gobierno Zapatero y el vacío legal que se creó entre el año
2013, al volver a regularlo el último ejecutivo del PP, y 2015, cuando
se aprobó el Reglamento de Ordenación del Transporte Terrestre que
establecía esta cuota. De esta forma tenemos una articulación legal que
se hace inútil al haber, en estos momentos, una licencia VTC por cada
siete para taxis.
El ministro de Fomento Ábalos ha tenido, finalmente, que seguir un camino muy similar al emprendido por Ada Colau,
alcaldesa de Barcelona, que a finales de junio de este año lanzó una
normativa para exigir una segunda licencia otorgada municipalmente para
de esta forma lograr la proporción establecida por ley. Otros
ayuntamientos, como el de Madrid, también se mostraron partidarios de
esta medida, que quedó suspendida por los tribunales y contó en un
principio con la oposición del ministerio al no encontrar este tipo de
capacidad legislativa en los municipios, lo que desencadenó esta última
ola de protestas.
Como cualquier conflicto que afecta de
manera significativa a la ciudadanía, al utilizar los taxistas como
medida de presión la ocupación de la vía pública, las opiniones han sido
encontradas. Lo especialmente interesante de este es que ha puesto
sobre la mesa no solo las cuestiones que le afectan directamente, sino
otras muchas relacionadas con unas pretendidas nuevas formas de negocio a
raíz de la utilización de las aplicaciones para móviles y una nueva
desregulación laboral maquillada eufemísticamente como economía colaborativa.
La primera lectura que podemos hacer de todo este asunto es ideológica.
Curiosamente el sector del taxi, unido históricamente al lado
conservador de la sociedad, nunca especialmente solidario en las huelgas
generales, ha contado en este embate con el apoyo del sector más
izquierdista de la ciudadanía.
La primera pregunta que deberíamos
hacernos es la siguiente, ¿por qué los taxistas tenían una tendencia a la derecha?
Fundamentalmente porque la ideología, aun teniendo condicionantes como
la tradición familiar, se desarrolla en gran medida por nuestra relación
con el trabajo, que es lo que en último término nos sitúa en sociedad.
En décadas pasadas, donde los
trabajadores autónomos eran muchos menos que los actuales, los taxistas,
pese a contar con largas jornadas y sufrir la violencia de la
delincuencia en sus turnos de noche, tenían unos ingresos más elevados
que la media. Además, el hecho de que estos ingresos dependieran de la
capacidad de trabajo individual, esto es, de las horas que se echaban
delante de la rosca, de la habilidad de buscar las zonas y tramos
horarios con las carreras más jugosas, hacía que la conciencia política
de estos profesionales tendiera a verse escindida de la de los
asalariados, a entenderse como un segmento diferente.
Esta diferencia,
unida históricamente a la derecha económica, hacía que de paso se
adquirieran los hábitos ideológicos conservadores.
Sin embargo, en una especie de paradoja, el neoliberalismo primero y más allá, esta desregulación ultra de sectores laborales enteros
aprovechando las posibilidades de las nuevas tecnologías, ha escindido
las dos facetas de la derecha: ser conservador identitariamente ya no
garantiza que los tuyos mantengan tu trabajo autónomo a salvo, bien por
el contrario, lo precarizan y lo ponen en peligro.
Puede que los taxistas no se hayan hecho
automáticamente de izquierdas tras este conflicto, pero sí han
comprendido, por la fuerza de los hechos, lo que supone el ansia
desreguladora del capitalismo actual. Por otro lado, los taxistas siguen
sin ser clase trabajadora a un nivel formal, pero lo son cada vez más a
un nivel identitario por sus condiciones laborales más difíciles, es
decir, en último término no importa tanto la lectura económica clásica
de un sector de la producción sino como que quien lo lleva a cabo se ve
expuesto a la impotencia e inseguridad que ofrece nuestro capitalismo.
Apunte a tener en cuenta, los taxistas no serán los únicos que sufran en
un futuro cercano este fenómeno.
La segunda lectura del conflicto podría hacerse en clave territorial.
Que Barcelona en comú y Ahora Madrid hayan estado al lado de los
taxistas, además de demostrar reflejos políticos, es una muestra de que
las grandes ciudades son, cada vez más en todo el mundo, una especie de
sujeto político con entidad propia al margen de sus Estados.
La razón es
que son las primeras en sufrir esta desregulación ultra con raíces
californianas, que necesita siempre de grandes masas de población que
utilicen estos servicios.
Uber y Cabify son el Airbnb de las dos ruedas.
La historia que se nos vendió fue aquella que intentaba pasar por una
oportunidad para que los ciudadanos entraran directamente a operar en
sectores económicos sin necesidad de constituirse como empresas gracias a
una posibilidad técnica.
La realidad es que, al final, quien acaba de
rentabilizar este nuevo modelo de negocio son los de siempre, los
grandes capitalistas, primero norteamericanos contando con el
colaboracionismo de élites oportunistas locales que aprovechan para
especular, en el caso de las VTC con las licencias y en el caso del
turismo con el alquiler de viviendas. El resultado último es que estas
nuevas posibilidades de negocio, que empiezan con la falsa sonrisa de la
actualidad, acaban costando graves desajustes sociales, fiscales y
laborales, dejando aún más la economía en manos de capitales foráneos.
Mientras que España se trocea y se vende, el patrioterismo rojigualdo de
la derecha guarda silencio, incapaz y cómplice. Las ciudades gobernadas
por la izquierda parecen la última barrera de contención, no siempre
efectiva, ante esta atomización de las seguridades vitales.
La tercera lectura habría que hacerla en clave sociológica
y es justo la inversa de la ideológica que hacíamos con los taxistas.
Si el conflicto del taxi ha contado con el apoyo de los ciudadanos más
izquierdistas, aquellos más progresistas han sido, si no opuestos, sí
reacios a los taxistas. Un progresista es identitariamente de
izquierdas, en cuestiones de diversidad, morales e incluso
sentimentales, pero cada vez más, a menudo sin saberlo, tiende
económicamente hacia el neoliberalismo.
Encontramos así la segunda
paradoja en este texto: ciudadanos que se piensan de izquierda, que
quizá hayan incluso votado a Carmena o Colau, pero que utilizan el
lenguaje, el pensamiento y las relaciones económicas del empresariado
más vanguardista.
No es casual que algunos de los sujetos
que se han dedicado a especular con las licencias de VTC provengan del
sector tecnológico, como no es casual que se hayan distribuido por el
sector de mensajería instantánea memes que, durante la huelga, apoyaban
la idea de que este era un conflicto entre lo antiguo y el imparable
progreso. Se utiliza, de nuevo, el tecnofetichismo, como realmente se
lleva haciendo los últimos ciento cincuenta años, donde cualquier avance
técnico se vende como una neutralidad imparable frente a la que no se
puede hacer nada.
La tecnología se entiende así, por muchos
ciudadanos, especialmente aquellos que quizá trabajen con estas
herramientas, casi como las tormentas o los amaneceres, como un fenómeno
natural, imparable y sobre todo neutro. La realidad es que los avances
técnicos, si en su rama científica pueden nacer como una forma de
progreso, en su aplicación práctica siempre están mediados por las
necesidades económicas, esto es, dentro del capitalismo, las necesidades
de quien controla el sistema, aquellos que poseen los medios de
producción.
Si a principios del siglo XX los grandes industriales gustaban de utilizar el art decó para
construir sus rascacielos y adornaban sus frontispicios con frases como
“el signo de los tiempos”, era porque hábilmente asociaban su objetivo,
el beneficio económico, con estética novedosa y el reverso reaccionario
de modernidad.
Hoy, cuando Uber lanza en redes sociales la campaña
“poder elegir” está utilizando el mismo mecanismo: camuflar la codicia de sus cuatro grandes accionistas norteamericanos
y sus colaboracionistas españoles como la posibilidad de libertad de
todos los ciudadanos frente a las malvadas imposiciones estatales.
Así, algunos ciudadanos, incluso
progresistas y de clase trabajadora, se sitúan al lado de lo que creen
el progreso, la libertad y la tecnología, cuando realmente lo que hacen
es ponerse al lado de la regresión, la explotación y los desajustes que
la tecnología provoca al ser creada por los únicos, al margen de los
militares, que tienen capacidad de moldearla, los nuevos capitalistas de
estos sectores de la ultra desregulación.
En términos históricos, los
industriales también planteaban en el siglo XIX que la tecnología del
vapor era quien obligaba a jornadas laborales de doce horas o a utilizar
niños para limpiar el interior de la maquinaria, cuando precisamente
esos avances lo que hubieran permitido, al margen de su codicia y con
planificación, hubiera sido reducir las jornadas y aumentar el bienestar
de todos.
De hecho lo hicieron durante el siglo XX, gracias al esfuerzo
coordinado de la clase trabajadora a través de sus sindicatos.
La diferencia, quizás, es que todos esos
trabajadores y trabajadoras, que entendieron quiénes eran, cuáles eran
sus problemas y quién se los creaba, carecían de esa ridícula identidad
aspiracional que nos hace preferir un VTC por el uniforme, la botellita y
la berlina, por parecernos un rato a la clase de personas que están
destrozando los avances que nuestros padres y abuelos, nuestra clase,
consiguió el pasado siglo mediante la organización y la lucha.
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