La economía española empieza a parecer uno de esos cacharros que
todos tenemos en casa y que, justo cuando pensábamos que le teníamos
cogido el tranquillo, se para y deja de funcionar
El 31
de agosto de 2018 ya es oficialmente el día que más empeño se ha
destruido en nuestra historia: 363.017, más de cuatro empleos por
segundo
La economía española
empieza a parecer uno de esos cacharros que todos tenemos en casa y que,
justo cuando pensábamos que le teníamos cogido el tranquillo,
se para y deja de funcionar por las mismas incomprensibles y
misteriosas razones que le permitían estar en marcha y funcionando
apenas unos segundos antes.
Todos tenemos alguna teoría para explicar la
lógica del cacharro, alguna superstición a la que agarrarse para
asegurar que el cacharro arranque o alguna rutina o ritual que repetir
con la esperanza de dar con la clave; hasta que simplemente acabamos
aceptando que el cacharro funciona cuando le da gana y es puramente
aleatorio.
Hace apenas un mes, nos contaban que la saneada herencia
económica que había dejado el gobierno de Mariano Rajoy le permitiría a
Pedro Sánchez gobernar sin estrecheces y expandiendo el gasto.
Éramos
tan competitivos, habíamos bajado tanto los precios y mejorado tanto la
calidad de nuestros productos y servicios, que nos los quitaban de las
manos y de la balanza comercial, los turistas empezaban incluso a venir
demasiado, como los migrantes, y los nuevos mercados y oportunidades se
expandían por doquier, desde el mundo del alquiler al del transporte de
viajeros.
Hoy todo se han vuelto malas noticias. Han
bastado una ola de calor y que se estabilizará la desgracia en el norte
de África para que cayera el turismo. Las bajadas de salarios y la
mejora de competitividad han generado el efecto contrario y productos o
servicios básicos como la energía no solo no bajan de precios, si no que
no dejan de subir.
El 31 de agosto de 2018 ya es oficialmente el día
que más españoles han perdido su empleo en la historia: 363.017, más de
cuatro despedidos por segundo. Las alarmas se acumulan y se disparan:
caen la confianza empresarial y la de los consumidores, se ralentiza el
crecimiento, bajan las ventas minoristas y pierden impulso las ventas de
grandes empresas y el indice de producción industrial.
Qué ha cambiado, se preguntan unos y otros. Muchos culpan a la
debilidad de un gobierno que apenas lleva dos meses y cuya única
decisión economía relevante ha sido asumir unos presupuestos que, cuando
gobernaba el Partido Popular, iban a ofrecer la herramienta definitiva
para completar el milagro de la recuperación.
Seguramente la debilidad
parlamentaria y la debilidad de criterio acreditada en algunos asuntos
por este gobierno no ayuda.
Pero si esa es la explicación, la conclusión
final debería ser que aquella vibrante coyuntura que nos pintaba en
junio ni estaba tan sana, ni andaba tan fuerte.
Aunque puede que exista otra explicación. Ha sido empezar a hablar de
subir impuestos a la banca, reformar el impuesto de sociedades para que
las grandes empresas paguen y dejen de engañarnos con el truco de todas
sus ganancias provienen de fuera, o acabar con los incentivos fiscales a
las pensiones privadas y, de repente, todo se ha empezado a estropear.
Las malas noticias han empezado a disparase en un fuego a discreción,
casi como si se tratara de una de esas campañas de miedo y
desinformación que tan útiles resultaron a la banca y las grandes
corporaciones durante los años más duros de la crisis.
Pero no me hagan
caso, seguro es todo pura coincidencia y la culpa es del gobierno.
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