D.E.P Goian bego
Antonio Álvarez-Solís, una de las plumas
habituales y más reconocidas de GARA, ha fallecido. Tenía 90 años y su
cita con los lectores y con el periodismo comprometido se ha mantenido
hasta el final.
Antonio Álvarez-Solís nació en Madrid en julio de 1929 y acaba de
fallecer a los 90 años. Su infancia la pasó en Asturies. Estudió Derecho
en Barcelona y Santiago de Compostela e inició su vida profesional en
‘La Vanguardia’, donde llegó a redactor-jefe a los veintisiete años,
residiendo luego más de cuarenta años en Catalunya.
Más tarde fue director fundador de ‘Interviú’ y uno de los fundadores de ‘Por favor, cuya tercera página firmó hasta la desaparición de la revista. Fundó y dirigió Economía Mediterránea y dos revistas de gastronomía y turismo. Como consejero editorial del Grupo Zeta, colaboró en la salida de ‘El Periódico’. Ha sido colaborador en tertulias de varias televisiones y emisoras de radio de ámbito estatal y autonómico, así como de GARA hasta el último momento.
Más tarde fue director fundador de ‘Interviú’ y uno de los fundadores de ‘Por favor, cuya tercera página firmó hasta la desaparición de la revista. Fundó y dirigió Economía Mediterránea y dos revistas de gastronomía y turismo. Como consejero editorial del Grupo Zeta, colaboró en la salida de ‘El Periódico’. Ha sido colaborador en tertulias de varias televisiones y emisoras de radio de ámbito estatal y autonómico, así como de GARA hasta el último momento.
Sus llamadas a la redacción para hablar con los compañeros de Iritzia
para comprobar que se habían recibido sus textos eran una muestra del
interés con el que mantenía su colaboración con esta casa.
En esta entrevista con Julio Flor para ZAZPIKA con
motivo de su 88º aniversario, Antonio Álvarez-Solís, destacaba que era
feliz cuando escribía para EGIN y posteriormente para GARA.
En esa misma
entrevista, mostraba su valoración positiva de las movilizaciones
feministas y de las de los jubilados. «Llevo más de doscientos artículos
escribiendo a favor de las movilizaciones», enumeraba.
Su última colaboración
fue publicada en GARA la semana pasada, el 24 de marzo, cuando
estábamos ya inmersos en la excepcionalidad de la pandemia del
coronavirus y, una vez más, realizaba una lectura crítica de la sociedad
en la que estamos inmersos.
Esto que sigue es lo único que no debiera haber sido dicho
por el rey de España: «Este virus no nos vencerá. Nos va a hacer más
fuertes como sociedad. Una sociedad más comprometida, más solidaria, más
unida; en pie ante cualquier adversidad». Oro falso en un marco de
hojalata, porque nuestra sociedad es un desecho de inmoralidades.
Las intensas o profundas conmociones sociales que martirizan a nuestro tiempo –hoy la pandemia que ha desnudado todos nuestros infortunios– conducen a la sociedad a una radical y amarga constatación de sí misma como ser consumido por mil inocultables y dramáticos desconciertos.
Los
poderes encargados de generar existencia noble en esa sociedad han
dejado al descubierto su incapacidad para proceder de forma democrática.
¿Dónde está la libertad, dónde la igualdad, dónde la fraternidad? El
despotismo, que ha tornado el orden en pura ordenanza, se muestra
desnudo y agrio en el marco de la trágica circunstancia presente.
Ese
poder hasta ahora quintaesenciado de vanidades es incapaz de afrontar
los hechos serenamente y ha desconcertado, tras empobrecerlo, el
entramado institucional, la respetuosa comunicación.
Ese poder que
funcionaba, aunque de modo escaso, como una conferida capacidad de
creación social –aclaremos: como molde de vida nueva donde sucede «lo
que es o debe ser» en cada momento– se ha esfumado como «deus ex
machina».
El resultado es una dictadura en que reaparecen los monstruos.
Y en ello estamos. Quien no haya entendido bien lo acontecido está
destinado a nuevos males.
La fe en la libertad y la democracia –y sigo
ahora, de alguna manera, a Xavier Zubiri– pervive solo en la persona que
cree esforzadamente en otra realidad posible, con la que a veces
tropieza sin buscarla. En la situación presente «el» hombre deja de ser
creadoramente colectivo para ser solo «este» hombre; no es «la» persona
multiesencial sino «esta» persona.
La fe que edifica la razón deja de
constituir una esencia común para tornarse «certeza» lábil del individuo
circunstancial. «Ciertamente –dice Zubiri– la fe es «la misma» como
mecánica teórica, pero ya no es «lo mismo» como sustancia genérica.
Perdóneme el lector este deliquio verbal, pero como decía Sócrates «la filosofía consiste en la búsqueda de la verdad como medida de lo que el hombre ha de hacer y como norma de su conducta». Ante esta exigencia el gobernante ha de proceder con una retórica ceñida y elegante y prudencia en el mandato.
Ante la actual situación Zubiri ensaya un juego de significaciones muy sugestivo en torno a la «voluntad de verdad», que no consiste meramente en moverse dentro del ámbito de lo verdadero como certeza, sino en proponer algo «que sea de veras», pues el hombre puede tener voluntad de mentir –la política–, pero esa voluntad se transforma entonces en una especie de veracidad (aunque tuerta) como opuesta a «engañosidad», que es trampa infame que empuja al ser humano a ofenderse con ira.
O sea, que yo puedo seguir mi camino si percibo que hay «sana»
voluntad de mentirme –ya me defenderé yo–, pero me expulsan de la
convivencia si desconsideradamente me engañan. Y esto es lo que hacen en
esta hora nuestros ínclitos dirigentes, muy al contrario del proceder
del coronavirus, que miente con su pequeñez y mata, pero no engaña.
Como no puedo salir de casa por miedo a tanto guardia y tanta multa me he dedicado a pensar, repito, en esta situación tan explosiva más por el «clamor de eficacia» con que se pavonea la autoridad que por los virus en sí mismos.
Uno está de siempre asabentado sobre la muerte, pero no
acaba de acostumbrarse a los «patrióticos engaños» o engañosidad del
gobernante, que también mata.
A mí me complacería, de morir en estos
momentos, que me llevaran al campo santo con respeto, no encogido por el
rigor engañoso de la autocracia. Quiero morir democráticamente y
dejarlo en herencia.
A este respecto recuerdo al inmenso director cinematográfico aragonés Luis Buñuel, que cuando se vio afectado por la sordera total que le aislaba del mundo daba golpes con la contera del bastón contra el suelo enmaderado de su casa mejicana para comprobar si su invalidez acústica aún tenía algún remedio.
Una vez
y otra la prueba para engañarse acababa siempre con una frase
ingenuamente elegante: «¡Que jodidico estás, Buñuel!». Y así se fue al
otro mundo, mintiéndose, pero sin engañarse con los discursos de Franco,
el gran coronavirus de la historia contemporánea de España.
Pues eso es lo que pretendo para mí ya sordo, medio ciego e incapaz de sostenimiento: irme a la gloria bendita sin que me aturulle el Sr. Sánchez con eso de «¡No hay ideologías políticas ni territorios frente al virus. Debemos ser el gran país que somos, con el Gobierno de España liderando el conjunto de las administraciones».
¿Es ese el ideal? ¿Una
dictadura sorda, inculta y áspera, si es que hay dictaduras carentes de
estas tres infaustas notas? ¡No! Yo poseo ideología ordenada por mi
intelección de la realidad; en mi subconsciente opera la etnicidad que
me transmitió un territorio que dicta mi estética vivencial, entre otras
singularidades.
Si me alcanza el virus me iré tierra adentro cantando
el himno a la Virgen de Montserrat –«Rosa de abril,/ morena de la
serra»– o rezando el Padrenuestro en euskera –gure Aita, zeruetan
zerana–, pues soy nacionalista, me orienta mi bandera, detesto la
globalización estabuladora y no bajo la cabeza ante la pretenciosa grey
que usted, Sr. Sánchez, con su monarca al frente, ha reunido en la finca
de la Moncloa para culminar a la postre en el desastre presente, que
usted trata de revertir no con mentira política sino con «engañosidad»
moral.
Afirmado ya mi pie puedo dar fe de mi voluntad de colaboración
como ciudadano ante la pandemia que sufrimos, pero esa colaboración se
resume en un puro plan sanitario que no asfixie en mí la personalidad
política y moral, como sucede con el suyo.
Un plan que carece de muchas
cosas –nada tan oscuro como el babilónico poder farmacéutico– y, le
sobran otras tantas, como el engaño sobre la soberanía. Entre lo que me
sobra está su lenguaje, Sr. presidente. Miéntanos, pero no nos engañe.
Antonio Alvarez-Solís
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