El coronavirus consume mucho tiempo, dedicación, preocupaciones
y miedo en los informativos, las tertulias, las charlas de café, las
comidas familiares.
Es cierto que el famoso virus está teniendo efectos
tremendos sobre la economía, la dinámica de la sociedad, los hábitos
cotidianos y hasta lo tendrá en las formas de hacer política.
El famoso coronavirus, por su parte, es un mutante nuevo, desconocido
en su evolución y sus itinerarios, se expande con facilidad y no hay
aún vacuna, ni antivirales, para combatirlo, se encuentra muy lejos de
tener efectos tan negativos en términos de muertes asociadas.
El
problema es que necesitamos ganar tiempo para evitar colapsos
hospitalarios debidos a una expansión rápida y dar tiempo para encontrar
vacunas, antivirales, tratamientos, evitando muertes en colectivos de
riesgo, fundamentalmente personas mayores. Un motivo para estar
preocupados y seguir las instrucciones de nuestros expertos y las
decisiones de nuestro gobierno.
Un problema es que a veces de poco sirve, para sembrar un poco de
serenidad, dar voz a los médicos, ni las aclaraciones de los
comunicadores, o los comunicados de los responsables de la sanidad
pública.
De poco vale que haya quienes nos llaman la atención sobre el
hecho de que tan sólo en España murieron el año pasado más de 6.000
personas a causa de la gripe.
En la campaña 2017-2018 hubo 800.000
afectados, más de 50.000 ingresos hospitalarios y 15.000 fallecidos,
porque apareció una nueva cepa japonesa contra la que no habíamos
vacunado.
Es preocupante que el miedo se adueñe de nuestras
decisiones, actuando al ritmo de fakes y rumores, acaparando
mascarillas, alimentos, o papel higiénico, como si hacia el fin del
mundo nos abocásemos irremediablemente.
El miedo es caprichoso. Nos
invade el miedo al coronavirus y sin embargo existe bastante menos
preocupación ante el hecho de que la Organización Mundial de la Salud
(OMS) nos alerte de que la contaminación de nuestro aire es causante de 7
millones de muertes anuales en el conjunto del planeta, una cifra que
para España se situaría en 35.000 personas cada año.
Así las cosas, podríamos pensar que en un mundo globalizado, con más
información que nunca, la capacidad del ser humano para desenfocar su
mirada es infinita. El coronavirus es un formidable problema pero no
puede ni debe conducir al miedo paralizante con respecto a otros
urgentes problemas mundiales.
La contaminación de nuestro aire, ese
contaminavirus cotidiano, es una pandemia que no tiene su origen en un
virus mutante, sino en la acción humana. Provoca problemas pulmonares,
asma, afecciones bronquiales, dolencias y muertes a causa de las
numerosas sustancias cancerígenas en suspensión.
Aceptamos la contaminación del aire en las grandes ciudades como una
plaga bíblica inevitable a la que nos hemos acostumbrado. Hace poco
tiempo la alarma por el cambio climático se puso de moda, pero las modas
pasan, cada vez más deprisa y se olvidan. Para eso tenemos a Greta, que
tanto nos consuela cada vez que la vemos en televisión con sus
diatribas catastrofistas.
La última actuación de Greta en el Foro Económico Mundial de Davos
volvió a ser impactante, aunque menos radical que las anteriores. Los
asistentes tomaron conciencia del problema y nos dijeron que situaban el
clima y sus cambios entre las primeras preocupaciones de los ricos del
planeta.
Algo de dudosa credibilidad si pensamos en los 36.000 millones
de toneladas métricas de dióxido de carbono que los humanos emitimos
cada año al aire, 36 Gigatones (Gt), una cantidad que debería de
encontrarse como máximo en los 14 Gt. El reto de la humanidad es brutal.
Mejor ni pensarlo.
Mucho más asequible mentalmente preocuparnos por un virus culpable de
sí mismo. Nos permite hacer patria. Los ucranianos piensan que han sido
los rusos, los chinos que el bicho es americano, los americanos que
estamos ante un virus que se ha escapado de los laboratorios de armas
químicas de China.
Los europeos no saben, no contestan porque son de
opinión cambiante, diversa y hasta compatiblemente contradictoria. Los
españoles tenemos todas las opiniones y, en mi caso, hasta dos o tres
simultáneamente.
Las reducciones de emisiones contaminantes en países líderes como
Estados Unidos, Canadá, o Australia, son reales, pero pasando de 20
toneladas por persona a unas 15, desde principios de este siglo. En
Europa el esfuerzo ha sido mayor, pasado de 10 a 5 toneladas, en los
últimos 10 años.
Aún así, el doble del nivel que sería deseable. Pero,
lógicamente, los países llamados emergentes, aumentan sus emisiones a
medida que crecen sus economías.
Tenemos dos soluciones compatibles y complementarias, mejorar la
eficiencia energética y aumentar la intensidad de energía sostenible.
Además, hoy el reto es más asumible que nunca.
Para generar electricidad
dependemos menos del carbón y del petróleo, las energías renovables han
abaratado su coste y los avances tecnológicos permiten hacer más
compatible la eficiencia económica y respeto al medio ambiente.
Al menos
en teoría.
No conviene ser optimistas, pero algo podría mejorar si somos capaces
de superar la avaricia empresarial y el egoísmo de los países ricos que
intentan preservar sus desigualdades con respecto a los pobres y que se
ven, a su vez, acosados por escenarios internos de mayor desigualdad
económica, menos sensación de seguridad, aumento de las brechas de
rentas, ascenso de los populismos.
Estaríamos en condiciones
inmejorables de abordar estrategias de desarrollo sostenible para el
conjunto de la población mundial, que permitieran ver la dimensión real
de los problemas y buscar las soluciones más adecuadas.
Lejos de ello, parece que existen demasiados intereses creados en que
el miedo se convierta en una sensación permanente, omnipresente y las
políticas en algo cada vez más confuso. Ya sea el coronavirus, o
contaminavirus, tenemos que saber qué problema tenemos y hacia dónde
vamos para solucionarlo.
El coronavirus consume mucho tiempo, dedicación, preocupaciones y miedo en los informativos, las tertulias, las charlas de café, las comidas familiares.
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