Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


sábado, 11 de abril de 2020

Cuando se nos pase el susto

 


Ya que necesitamos normas nuevas de convivencia para frenar el contagio, estaría bien asegurarse de que estas no contravienen formas de vida que, paradójicamente, muestran el camino de lo más parecido a la sostenibilidad, al futuro, a la emancipación.


Por si no lo han visto, les cuento: el vídeo sugiere un plácido paseo de domingo por un municipio rural con encanto cualquiera. Un grupo de caminantes enchandalados prosigue el recorrido de piedra, del color beige del canto pulido, que los conduce a un mirador. Al girar la curva, un bocata como recompensa de excursionista les espera:


Habláis español, ¿no? ¿Y no entendéis lo de quedaros en casa? Venís a un pueblo donde la mayoría de la población tiene 90 años o más. Estamos todos cagados. Es una vergüenza que seáis tan irresponsables […] Sois los españoles que dais asco. Quedaos en vuestra puta casa, eso es lo que tenéis que hacer.


Un bocata, pero relleno de grava. Una vecina de Alquézar, en Huesca, abronca al personal venido de quién sabe dónde que salpica la calle de colores chillones de forros polares y prendas de gore-tex. 


Desde su ventana lanza el fulgor: sacad vuestras garras urbanas corrompidas por barandillas de metro de nuestros árboles frutales y, sobre todo, de nuestros mayores. La miran, nadie contesta, siguen caminando.


No se trata de una dicotomía exacta entre lo urbano y lo rural, pero este es un enfado cocinado a fuego lento en una estufa antigua.


 No está pasando nada que no estuviera ya presente en las vidas del entorno rural antes del COVID-19: que, pese a alimentar a la mayoría de la población y representar el 90 por ciento del territorio del Estado español, está a duras penas conectado por carreteras infernales con el resto del mundo e importa entre nada y casi nada.


 La llegada del virus sólo ha puesto de manifiesto una vez más que la cosmovisión de lugares que pintan muy poco en la configuración de políticas públicas sigue arrinconada en un tuper en el fondo de la nevera, lleva mucho tiempo allí y nadie quiere acercarse a limpiarlo.


Tampoco esperábamos que en tiempos de excepcionalidad sanitaria, económica y social nos pusiéramos a resolver problemas que arrastramos desde tiempo ha y que acumulamos en el refrigerador; ni tampoco crear círculos concéntricos de normativas distintas según la capa del Estado en que nos encontremos, cuando lo que se nos acumula, además, son cadáveres. Desde luego que no.


 Pero ya que necesitamos normas nuevas de convivencia para frenar el contagio, estaría bien asegurarse de que éstas no contravienen formas de vida que, paradójicamente, muestran el camino de lo más parecido a la sostenibilidad, al futuro, a la emancipación.


Perder la oportunidad de usar el sentido común y la sabiduría que cada territorio posee para liberarnos un poquico de lo que nos carcome —acaso parte de lo que genera problemas, enfermedades y pandemias*: la ganadería intensiva, la sobreexplotación de recursos, la destrucción de ecosistemas, el extractivismo, la deforestación, la industria del monocultivo, las macrogranjas— y amparándonos en el desprecio histórico hacia los mundos rurales es descorazonador. Y, además, una falta de respeto para con sus habitantes y sus formas creativas de resistencia no sólo ante el virus, sino ante el olvido y el abandono de siempre al que todas nos hemos acostumbrado.


Los pueblos, capaces de ejecutar cualquier acto de la gama humana entre lo sublime y lo rastrero, no son grandes jardines de las delicias ni paraísos perdidos o supremos: también son agujeros insufribles y ratoneras para mentes libres; han criado perseguidores morales y cortadores de alas profesionales especialmente dedicados a las mujeres y, en general, a lo que diga la heteronorma. 


Los inviernos son largos, no suele haber transporte público ni variedad en la compra de pantys. Lejos de la perfección, los lugares pequeños concentran grandes aciertos. No es el antagonista ideal, pero es un sitio donde la reinvención vital está más cerca, es más posible ante el colapso que se avecina. Resistir no es solo aguantar, sino usar ese lapso para bocetar cómo gestionamos lo que se viene. 


Así, cientos de proyectos autoorganizados, apegados a la tierra, convocan urgentemente a la reconstrucción de la vida después de la calamidad apocalíptica a la que hemos conducido al planeta.


Que el acceso a las vías de autoabastecimiento (recoger una col lombarda, buscar agua de manantial, cortar leña, regar, amasar pan, preparar el huerto, alimentar y sostener animales -humanos o no-, podar) dependa del rictus del cuerpo o fuerza de seguridad estatal de turno me nubla el ánimo. 


Responder con arbitrariedad ante lo vital es el colmo. Y encima, que algún uniformado en cierta capital de comarca te eche de tu tierra cultivada y te diga que sólo puedes salir de casa para ir a esa red de supermercados cuyo nombre me niego a escribir: es decir, que al súper sí, que al huerto no. 


Señor, ese manojo de espinacas lo vendo para vivir o, en el mejor de los casos, lo recojo para comer. 


O que, con sello oficial de la guardia civil, en una localidad de 4.000 habitantes, limiten a dos salidas al día por familia para comprar comida, bajo amenaza de controles y sanciones.


 Lo que nos faltaba: ampliar el poder policial en un entorno donde señalar es muy fácil porque nos conocemos todas. Nos quieren (más) atados en corto, a tope de vigilancia.


No solo es que naturalicemos nuevas formas de control de las que luego será impracticable desprenderse. No solo es que dejemos morir a pequeñas familias productoras locales para agrandar los beneficios de la gran distribución moderna, ya millonaria. 


Es confirmar un desconocimiento que ya sospechábamos —y que el sistema centralista acentúa— sobre el valor de los ecosistemas y sus ritmos, sobre la construcción de los tejidos y los lazos comunitarios y las formas de organización vecinal que nos quedan en los pueblos.


 La modernidad, dice Rita Laura Segato, nos contó para engatusarnos que la comunidad te vigila.


 Deshacernos de ella levantando muros, alejándonos en un brindis por el individualismo, nos hizo creer que alcanzábamos cierta libertad. Pero no supimos hasta quizá demasiado tarde que ese ojo que lo observa todo también nos protegía, nos blindaba.


Esa protección acompaña también el último viaje. La pérdida es la pérdida y revisitarla es inevitable, diría la poeta asturiana Luz Rodríguez. Sí, no poder acompañar a quien fallece ni a sus familiares y amistades hiere por igual en ciudades o pueblos; es un tajo profundo en la ingle, especialmente en un contexto de ausencias permanentes y a gran escala, cada día. 


Pero, ¿cómo vivimos el duelo en los pueblos? ¿Cómo se transita en pequeñas comunidades? Digámoslo así: en la ciudad, acudes de vez en cuándo a despedir a quien cuya ausencia te lastima. En el mundo rural solemos acompañar casi todos los funerales porque todas las personas sienten que, de algún modo u otro, esa comunidad —que es todo el pueblo— ha quedado resentida, coja, que a todas nos afecta, nos conmueve, nos interpela


No son tan importantes las refriegas del pasado, la pugna por las lindes o las habladurías del callizo de al lado.


 Acudimos en masa de todos modos porque sentimos que todas nos conocemos y podríamos invocar sin temor al equívoco media docena de escenarios compartidos, aunque no sepamos tu nombre (solo de qué casa eres) y nos incluimos en el cortejo fúnebre porque sabemos de primera mano que el acompañamiento de la colectividad es insustituible. Veremos cuánto dolor nos dejan tantos finales sin despedida. 


Veremos cuánto tarda en reconstruirse esa trenza de vínculos múltiples propia de los lugares pequeños. Las grietas no van a cerrarse solas, dice la chilena Sonia Montecino. Ni, a buen seguro, con prontitud.


Brotando como nunca está ese acompañamiento en la ciudad: resulta que es ahora cuando los arrendatarios de bloques de pisos empiezan a conocer a su vecindad aunque lleven años allí; se miran a los ojos desde lejos, se dejan garabatos con corazones en los rellanos en folios de colores, se contonean de balcón a balcón entonando algún DJ sobrevenido en las pocos espacios de alegrías compartidas. 


Y eligen, aunque sea por obligación, el comercio que está bajo a su casa, al que se llega a patita, en lugar de la gran superficie. Experimentan el regocijo de que quien te sirve los tomates te llame por tu nombre, te mire con cariño, con cansancio, te pregunte cómo vas, te regale una cabeza de ajo. 


 Se preguntan con preocupación si la vecina del quinto, esa señora que cojea, estará bien. Y el impulso es preguntar, decirlo a las otras, compartir ideas sobre cómo escoltarla. Es una maravilla, dirán. Lo es. Y nunca es tarde, pensarán. Claro que no.


 Pero no olviden que todo eso, en los territorios que consideran vacíos de contenido y de futuro, atrasados y catetos y en proceso de descomposición, ya lo sabíamos: lo que ustedes denominan extraordinario, nosotras lo llamábamos vida. Así, sin más, porque a la cotidianidad no le hacen falta apellidos.


 El mundo rural es un espejo impostergable, pero actuamos como si no lo fuera, ignorando su reflejo.


Ojalá incorporemos estas prácticas cuando se nos pase el susto, cuando se apaguen poco a poco las luces rojas del desvarío. Que sepamos aprovechar el parón en seco para resetear nuestros hábitos de consumo y repensar el orden de las cosas, especialmente de lo que no son cosas.


  Que dejemos de mirar con desdén los modos de habitar paisaje de tantas generaciones cuya voz rara vez oímos (mucho menos, respetamos) y que es difícil de sostener, precisamente, porque esa garganta que eleva la queja le pone piedras al sistema que nos quiere aisladas, solas y enfermas.








No hay comentarios:

Publicar un comentario

GRACIAS POR TU OPINION-THANKS FOR YOUR OPINION