Ya que necesitamos normas nuevas de
convivencia para frenar el contagio, estaría bien asegurarse de que
estas no contravienen formas de vida que, paradójicamente, muestran el
camino de lo más parecido a la sostenibilidad, al futuro, a la
emancipación.
Por si no lo han visto,
les cuento: el vídeo sugiere un plácido paseo de domingo por un
municipio rural con encanto cualquiera. Un grupo de caminantes enchandalados prosigue
el recorrido de piedra, del color beige del canto pulido, que los
conduce a un mirador. Al girar la curva, un bocata como recompensa de
excursionista les espera:
Habláis
español, ¿no? ¿Y no entendéis lo de quedaros en casa? Venís a un pueblo
donde la mayoría de la población tiene 90 años o más. Estamos todos
cagados. Es una vergüenza que seáis tan irresponsables […] Sois los
españoles que dais asco. Quedaos en vuestra puta casa, eso es lo que
tenéis que hacer.
Un bocata, pero relleno de grava. Una vecina de Alquézar,
en Huesca, abronca al personal venido de quién sabe dónde que salpica
la calle de colores chillones de forros polares y prendas de gore-tex.
Desde su ventana lanza el fulgor: sacad vuestras garras urbanas
corrompidas por barandillas de metro de nuestros árboles frutales y,
sobre todo, de nuestros mayores. La miran, nadie contesta, siguen
caminando.
No se trata de una
dicotomía exacta entre lo urbano y lo rural, pero este es un enfado
cocinado a fuego lento en una estufa antigua.
No está pasando nada que
no estuviera ya presente en las vidas del entorno rural antes del
COVID-19: que, pese a alimentar a la mayoría de la población y
representar el 90 por ciento del territorio del Estado español, está a duras penas conectado por carreteras infernales con el resto del mundo e importa entre nada y casi nada.
La
llegada del virus sólo ha puesto de manifiesto una vez más que la
cosmovisión de lugares que pintan muy poco en la configuración de
políticas públicas sigue arrinconada en un tuper en el fondo de la nevera, lleva mucho tiempo allí y nadie quiere acercarse a limpiarlo.
Tampoco
esperábamos que en tiempos de excepcionalidad sanitaria, económica y
social nos pusiéramos a resolver problemas que arrastramos desde tiempo
ha y que acumulamos en el refrigerador; ni tampoco crear círculos
concéntricos de normativas distintas según la capa del Estado en que nos
encontremos, cuando lo que se nos acumula, además, son cadáveres. Desde
luego que no.
Pero ya que necesitamos normas nuevas de convivencia para
frenar el contagio, estaría bien asegurarse de que éstas no
contravienen formas de vida que, paradójicamente, muestran el camino de
lo más parecido a la sostenibilidad, al futuro, a la emancipación.
Perder
la oportunidad de usar el sentido común y la sabiduría que cada
territorio posee para liberarnos un poquico de lo que nos carcome —acaso
parte de lo que genera problemas, enfermedades y pandemias*: la
ganadería intensiva, la sobreexplotación de recursos, la destrucción de
ecosistemas, el extractivismo, la deforestación, la industria del
monocultivo, las macrogranjas— y amparándonos en el desprecio histórico
hacia los mundos rurales es descorazonador. Y, además, una falta de
respeto para con sus habitantes y sus formas creativas de resistencia no
sólo ante el virus, sino ante el olvido y el abandono de siempre al que
todas nos hemos acostumbrado.
Los
pueblos, capaces de ejecutar cualquier acto de la gama humana entre lo
sublime y lo rastrero, no son grandes jardines de las delicias ni
paraísos perdidos o supremos: también son agujeros insufribles y
ratoneras para mentes libres; han criado perseguidores morales y
cortadores de alas profesionales especialmente dedicados a las mujeres
y, en general, a lo que diga la heteronorma.
Los inviernos son largos,
no suele haber transporte público ni variedad en la compra de pantys.
Lejos de la perfección, los lugares pequeños concentran grandes
aciertos. No es el antagonista ideal, pero es un sitio donde la
reinvención vital está más cerca, es más posible ante el colapso que se
avecina. Resistir no es solo aguantar, sino usar ese lapso para bocetar
cómo gestionamos lo que se viene.
Así, cientos de proyectos
autoorganizados, apegados a la tierra, convocan urgentemente a la
reconstrucción de la vida después de la calamidad apocalíptica a la que
hemos conducido al planeta.
Que
el acceso a las vías de autoabastecimiento (recoger una col lombarda,
buscar agua de manantial, cortar leña, regar, amasar pan, preparar el
huerto, alimentar y sostener animales -humanos o no-, podar) dependa del
rictus del cuerpo o fuerza de seguridad estatal de turno me nubla el
ánimo.
Responder con arbitrariedad ante lo vital es el colmo. Y encima,
que algún uniformado en cierta capital de comarca te eche de tu tierra
cultivada y te diga que sólo puedes salir de casa para ir a esa red de
supermercados cuyo nombre me niego a escribir: es decir, que al súper sí, que al huerto no.
Señor,
ese manojo de espinacas lo vendo para vivir o, en el mejor de los
casos, lo recojo para comer.
O que, con sello oficial de la guardia
civil, en una localidad de 4.000 habitantes, limiten a dos salidas al
día por familia para comprar comida, bajo amenaza de controles y
sanciones.
Lo que nos faltaba: ampliar el poder policial en un
entorno donde señalar es muy fácil porque nos conocemos todas. Nos
quieren (más) atados en corto, a tope de vigilancia.
No
solo es que naturalicemos nuevas formas de control de las que luego
será impracticable desprenderse. No solo es que dejemos morir a pequeñas
familias productoras locales para agrandar los beneficios de la gran
distribución moderna, ya millonaria.
Es confirmar un desconocimiento que
ya sospechábamos —y que el sistema centralista acentúa— sobre el valor
de los ecosistemas y sus ritmos, sobre la construcción de los tejidos y
los lazos comunitarios y las formas de organización vecinal que nos
quedan en los pueblos.
La modernidad, dice Rita Laura Segato,
nos contó para engatusarnos que la comunidad te vigila.
Deshacernos de
ella levantando muros, alejándonos en un brindis por el individualismo,
nos hizo creer que alcanzábamos cierta libertad. Pero no supimos hasta
quizá demasiado tarde que ese ojo que lo observa todo también nos
protegía, nos blindaba.
Esa protección acompaña también el último viaje. La pérdida es la pérdida y revisitarla es inevitable, diría la poeta asturiana Luz Rodríguez. Sí, no poder acompañar a quien fallece ni a sus familiares y amistades hiere por igual en ciudades o pueblos;
es un tajo profundo en la ingle, especialmente en un contexto de
ausencias permanentes y a gran escala, cada día.
Pero, ¿cómo vivimos el
duelo en los pueblos? ¿Cómo se transita en pequeñas comunidades?
Digámoslo así: en la ciudad, acudes de vez en cuándo a despedir a quien
cuya ausencia te lastima. En el mundo rural solemos acompañar
casi todos los funerales porque todas las personas sienten que, de algún
modo u otro, esa comunidad —que es todo el pueblo— ha quedado
resentida, coja, que a todas nos afecta, nos conmueve, nos interpela.
No son tan importantes las refriegas del pasado, la pugna por las
lindes o las habladurías del callizo de al lado.
Acudimos en masa de
todos modos porque sentimos que todas nos conocemos y podríamos invocar
sin temor al equívoco media docena de escenarios compartidos, aunque no
sepamos tu nombre (solo de qué casa eres) y nos incluimos en el cortejo
fúnebre porque sabemos de primera mano que el acompañamiento de la colectividad es insustituible. Veremos cuánto dolor nos dejan tantos finales sin despedida.
Veremos
cuánto tarda en reconstruirse esa trenza de vínculos múltiples propia
de los lugares pequeños. Las grietas no van a cerrarse solas, dice la
chilena Sonia Montecino. Ni, a buen seguro, con prontitud.
Brotando
como nunca está ese acompañamiento en la ciudad: resulta que es ahora
cuando los arrendatarios de bloques de pisos empiezan a conocer a su
vecindad aunque lleven años allí; se miran a los ojos desde lejos, se
dejan garabatos con corazones en los rellanos en folios de colores, se
contonean de balcón a balcón entonando algún DJ sobrevenido en las pocos
espacios de alegrías compartidas.
Y eligen, aunque sea por obligación,
el comercio que está bajo a su casa, al que se llega a patita, en lugar
de la gran superficie. Experimentan el regocijo de que quien te
sirve los tomates te llame por tu nombre, te mire con cariño, con
cansancio, te pregunte cómo vas, te regale una cabeza de ajo.
Se
preguntan con preocupación si la vecina del quinto, esa señora que
cojea, estará bien. Y el impulso es preguntar, decirlo a las otras,
compartir ideas sobre cómo escoltarla. Es una maravilla, dirán. Lo es. Y
nunca es tarde, pensarán. Claro que no.
Pero no olviden que todo eso, en
los territorios que consideran vacíos de contenido y de futuro,
atrasados y catetos y en proceso de descomposición, ya lo sabíamos: lo
que ustedes denominan extraordinario, nosotras lo llamábamos vida. Así,
sin más, porque a la cotidianidad no le hacen falta apellidos.
El mundo
rural es un espejo impostergable, pero actuamos como si no lo fuera,
ignorando su reflejo.
Ojalá incorporemos estas prácticas cuando se nos pase el susto, cuando se apaguen poco a poco las luces rojas del desvarío. Que
sepamos aprovechar el parón en seco para resetear nuestros hábitos de
consumo y repensar el orden de las cosas, especialmente de lo que no son
cosas.
Que dejemos de mirar con desdén los modos de habitar
paisaje de tantas generaciones cuya voz rara vez oímos (mucho menos,
respetamos) y que es difícil de sostener, precisamente, porque esa
garganta que eleva la queja le pone piedras al sistema que nos quiere
aisladas, solas y enfermas.
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