Una
cosa es la teoría y otra la práctica; una cosa es la ley y otra la
trampa; una cosa es el confinamiento decretado por el Gobierno, que está
muy bien, y otra muy distinta la verdad de la calle, la ley de la
jungla, la cruda realidad del día a día a pie de obra.
Miles de
trabajadores están siendo extorsionados, obligados a volver al tajo
contra su voluntad. Para ellos no hay decretos ni normas que valgan;
solo la orden estricta de retornar al trabajo y pobre de aquel que no lo
haga. El miedo al despido es más fuerte que el terror que infunde el
virus.
Los explotados, los precarizados, los menos que mileuristas, los
subcontratados, los hundidos en la economía sumergida que no llegan a
final de mes, no son héroes ni soldados, como han tratado de hacernos
creer. Son gente normal, corriente, anónimos que luchan por seguir
llevando un dinero a casa para tirar un día más.
Los hay en todas partes: enfermeras que lo dan todo en las salas de Urgencias pese a los malnacidos que pintan sus coches con cosas nauseabundas como “vete del barrio, rata contagiosa”; inmigrantes que trabajan de sol a sol por las cuatro perras que deja el ingrato campo; cajeras y dependientas de supermercados que tienen que soportar a los insolidarios de turno, esos envarados que aún no han entendido que el puñetero mundo se ha derrumbado de la noche a la mañana y siguen comprando a diario la barra de pan y la latita de cerveza que no puede faltar.
Los sacrificados en nombre de la economía son legión: mujeres de la limpieza, carretilleros, policías, albañiles, conductores de autobús, recogedores de basura, camioneros…
Para ellos no hay decretos ni estados de alarma.
La alarma se reduce al despertador que suena al alba cada mañana, como
un redoble de tambores de ejecución, para llevarlos ante un pelotón de
coronavirus.
La ley se ha olvidado de ellos; su uniforme de guerra se
limita a una mascarilla inservible entregada por un policía en una
estación de Cercanías y con suerte unos guantes de látex desechables.
Y
así, a pecho descubierto y empujados por el empresariado de este país
(inflexible pero siempre invocando la flexibilidad) nuestro escuadrón de
mártires laborales invisibles se dirige muda, silenciosamente, a la
oficina, al andamio, al trabajo.
Es entonces cuando el vagón del tren,
el autobús y el Metro se convierten en encerronas, un mal sueño, y los
ojos desconfiados y huraños se miran por encima de las mascarillas.
Guardar la distancia de seguridad, no acercarse demasiado a otro
pasajero, no agarrarse a barandillas ni a nada que pueda contaminar. Si
es preciso levitar. Nadie habla con nadie, nadie bromea, nadie sonríe.
Solo se reza para que a uno no le toque la lotería enloquecida del
bicho, cuya pedrea constante va cifrando muertos y contagiados como una
máquina trilladora imparable.
No hay más que subirse a un autobús para
constatar con tristeza que el ser humano ya no es lo que era hace apenas
un mes. Somos bichos aún más raros que el germen de Wuhan.
La obsesión,
la hipocondría incontrolada y la paranoia fluyen de unos a otros como
un nuevo plasma sustancial. No tocarse, no rozarse, no respirar.
Nace un
mundo extraño, casi otro planeta, donde el otro ya no es una persona,
ni un congénere o un compatriota sino un potencial homicida al que es
preciso esquivar y al que conviene no arrimarse a menos de dos metros.
El prójimo no es más que un portador, un transmisor, un vector de la
enfermedad. Un cabroncete asintomático.
A la gente, a la tropa, a
los de abajo, los llevan a rastras al matadero, a las trincheras del
contagio. Miles de forzados y chantajeados obreros que se ven obligados a
salir cada mañana de la seguridad del hogar, único territorio que el
bicho aún no ha colonizado.
Nos hemos convertido en seres confinados,
nómadas del sofá a la cocina, conejillos asustados en sus inútiles
madrigueras.
Marcianos neuróticos que se lavan las manos cien veces al
día, que huyen unos de otros como del demonio y que sienten pánico a
tocarse la cara. Viajar es un bello recuerdo del pasado; dar un beso un
hermoso suicidio.
Entre tanto nos obligan a seguir produciendo, a ser buenos patriotas, a dar la vida si es preciso por unas décimas de PIB. Pedro Sánchez podrá decir misa pero aquí manda quien manda, el de siempre, el de arriba, el patrón.
La codicia no la frena ni cien
Parlamentos legislando decretos de alarma. Unos mueren y otros amasan
dinero. Nada nuevo bajo el sol. Y eso que dicen que el mundo va a
cambiar.
Habrá que verlo.
"Los mártires del dinero"
Por José Antequera
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