"Mientras que la ira y la rabia se llevan dentro y a veces se exteriorizan, el odio se lanza y encarna contra alguien a quien quiere herirse no tanto por lo que hace, sino por lo que representa".
Audre Lorde distingue entre rabia y odio.
La primera, sostiene la
escritora, es la reacción a los actos de injusticia estructural y como
tal constituye el paso necesario para propiciar el cambio y el progreso
allí donde la opresión, la desigualdad y la falta de libertades se abren
camino.
Por eso, por mucha bilis que supuren sus palabras, y aunque las
frases que ellas entretejan muerdan y hagan daño, su espacio es, pese a todo, el del diálogo.
Se busca ser escuchado porque hay algo que decir. Ese algo puede ser
simbólico, como golpear una cazuela que quizá vacía por el hambre se
utilizaba como reclamo al mismo tiempo que lanzaba un mensaje claro: si
la cazuela cumpliera su función, si hubiera trabajo, si se repartieran
los recursos, entonces no habría motivos para golpearla porque estaría
llena.
La rabia tiene razones para desencadenarse: las del dolor de la
injusticia y de la opresión. Por eso, prosigue Lorde, si la ira es la
reacción ante un acto injusto que precede a la rabia, y esta nace cuando
los hechos derivados de aquel acto no cambian, toda ira es un indicador de malestar y está cargada de información.
El odio no funciona del mismo modo. No obedece a razones, sino que
desencadena pasiones que con violencia y agresividad son fuente de daño.
No emerge para solucionar la injusticia.
Mientras que la ira y la rabia se llevan dentro y a veces se
exteriorizan, el odio se lanza y encarna contra alguien a quien quiere
herirse no tanto por lo que hace, sino por lo que representa. Su
propósito último, afirma Lorde, es la muerte.
No me resisto a citar a
Lorde: “Trabajamos, pues, en un contexto de oposición y amenazas, y
ciertamente el motivo no es la ira que nosotras podamos llevar dentro,
sino el virulento odio que se lanza contra todos aquellos que pretendemos analizar en profundidad nuestra vida”.
He vuelto estos días al texto Usos de la ira: las mujeres responden al racismo
de Lorde y, al hacerlo, me he preguntado si existen usos del odio o si
usar el odio es un abuso de la ira y de la rabia, si hay odios que las
azuzan y manipulan para conseguir no el beneficio común, sino el propio.
Se dirá con excesiva rapidez que sí. Pero el problema es cómo
identificar sus modos.
El odio excluye lo común o lo reduce tanto que acaba coincidiendo con
el territorio parcial de lo propio como si su “mundo” fuera el todo de
lo que hay. Y no se ven las verdaderas injusticias: se pasa por ellas de largo porque el odio ciega.
Y no se ofrecen razones y argumentos que discutir: se agrede con el
lenguaje porque no se quiere diálogo. Y no se escucha: se ridiculiza
todo lo dicho porque no se quiere construir lo común, sino reforzar lo
propio destruyendo lo otro. No hay nada de lo que hablar.
El odio hace ruido como la rabia, pero más cercano al ladrido que al
grito su aspiración es distinta. Si la rabia hace ruido como último
recurso, el odio hace de él el hilo vertebral de su discurso. De ahí que
para Lorde se pueda hablar con rabia e incluso gritar por ella,
mientras que el que odia quiere ruido y ladra. Nada de lo que se diga o
haga cambiará su propósito: avivar la frustración. Vive de ella.
Como las Erinias de las que habla Esquilo en Las Euménides,
el odio es obsesivo y destructor y su existencia se reduce a infligir
dolor y desgracia. Para referirse a ellas Esquilo emplea términos que
aluden al ruido de los perros: aúllan, ladran y gimen.
De ahí que en el
contexto histórico en el que aparece esta obra sea necesario, para la
consumación de la democracia, que las “odiosas deidades” de la muerte y
de la tierra se transformen en Euménides, las Benévolas, que hablan,
escuchan y deliberan para cuidar la democracia y mirar hacia el futuro.
Hay varios motivos para hacer ruido cuando no se escuchan razones, cuando la injusticia y la opresión mueven a la acción. Y hay motivos que parasitan otros para instrumentalizarlos. La rabia de la que habla Lorde coincidiría con lo que los estoicos llamaron ménis.
Ella sería un indicador de una injusticia previa que nos afecta muy directamente mientras que el odio, del griego misos,
solo necesita una excusa para transformarla en arma.
Y lo hace además
avivando la rabia de algunos e instrumentalizando la frustración de una
situación para verter su veneno y obtener un beneficio propio y nunca
común.
La rabia es la reacción del impulso cuando sentimos dolor. El odio,
la acción medida del resentimiento que lo agrava. Dos gotas bastan en el
momento oportuno.
No son gotas que caigan azarosas ni tampoco son
producto de un proceso inmediato, sino de una larga destilación.
Etimológicamente, el término odio procede del término latino odium cuyo verbo, odiare,
es defectivo: carece de presente y por tanto ha de emplear el perfecto
para suplir esta falta.
Para el mundo latino del que procedemos, el odio
puede ser entendido entonces como la consecuencia en el presente de algo que en realidad está vuelto hacia el pasado.
Si se golpea la cacerola con la rabia de la que habla Lorde se mira
hacia el futuro para ser visto y poder, como las Euménides, hablar y
transformar. Si se hace desde el odio, la mirada se dirige hacia atrás
como la de las Erinias. Por eso, mientras que la rabia nace en una
situación presente sobre la que se enfocan los esfuerzos de
transformación en el futuro, el odio siempre aprovecha e instrumentaliza
esa misma situación para saldar cuentas, para abanderar un pasado
mejor.
Es peligroso no solo porque, como decía Lorde, destruya, sino porque además su violencia va dirigida a alguien que fue hace tiempo demonizado. Un enemigo cuya mera existencia es insoportable. Carl Schmitt lo denominaría hostis: no meramente un adversario a quien puede no odiarse (inimicus)
sino aquel que constituye un opuesto existencial declarado y visible.
De ahí que Kolnai sostenga que “al que odiamos profundamente no queremos
educarlo y ennoblecerlo en absoluto, sino más bien todo lo contrario,
pues no son sus defectos los que nos molestan, sino sus valores; y no lo
queremos ver mejor, sino objetivamente peor”.
El golpe que mueve el odio no va precedido de propuestas o
advertencias, ni siquiera de oposiciones. Su posición es la única y es
excluyente. Nunca quiso lo común, sino defender lo que considera suyo.
Y
es eso lo que pone en la bandeja de plata aquel que la golpea: que muerde por odio y vela por lo propio.
El golpe del odio nunca es por lo común, sino contra él. El ruido es
ruido, pero para saber su origen quizá sea bueno pensar hacia qué
(rabia) o hacia quién (odio) va dirigido.
El odio que muerde, el odio
ciego y sordo, pero no mudo, debe desterrarse de la democracia. Esto ya
lo sabía Esquilo en el siglo V a.C.
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