España, propiedad privada de la familia Borbón
La crisis de la monarquía española aunque venía
siendo incoada mediante la quiebra de los mecanismos de la transición
para la permanencia de los intereses y el monopolio del poder fáctico de
las élites herederas del caudillaje, ha comenzado a cundir,
sumariamente agravada, y a tener enjundioso bulto, por la revelaciones
de las actividades poco ejemplares de Juan Carlos de Borbón.
El emérito no solamente heredó la corona de Franco, que en los amenes
de los años cuarenta del pasado siglo proclamó que España era un reino y
él caudillo regente por la gracia de Dios, sino la inviolabilidad de su
real persona lo que, como a Franco, lo hacía intocable hiciera lo que
hiciera, un reducto feudal de los señores de horca y cuchillo poco
compatible con el espíritu democrático.
En España no fue posible que la democracia, como en el resto de
Europa, fuera el resultado, en el contexto ideológico y de la praxis,
del antifascismo, sino muy al contrario supuso la reconversión de un
régimen de poder nacido del fascismo y que nunca fue derrocado.
Ello dio
lugar a una enjundiosa fantasmagoría, que diría Ortega, donde el poder
real condiciona de facto el ámbito de lo opinable y la orientación del
debate público y, singularmente, ubica en el escenario del orden público
la disidencia política, cuando esta supone una reorientación
democrática del poder real.
La izquierda dinástica, por ello, sólo puede
actuar como alternancia, nunca como verdadera alternativa a las
políticas conservadoras, de las que sólo puede ser un matiz, y ni matiz
siquiera en aquellas que puedan afectar a los poderes fácticos,
consideradas entonces cuestiones de Estado, y por tanto, sólo admisible
una única línea de actuación.
En este estado de cosas, tanto los partidos dinásticos, los mass media
al servicio de las élites influyentes y los asesores del conglomerado
sistémico tratan de salvar la crisis monárquica trazando un círculo de
tiza caucasiano dentro del cual Felipe VI esté
desvinculado de la corrupción del régimen, de la realidad del sistema y
de su propio padre.
Pero la monarquía no puede ser un ente bifronte a
conveniencia donde hay bondad y maldad, sin intoxicarse, y
procedimientos óptimos y otros malquistos como compartimentos estancos,
puesto que se trata del mismo régimen de poder, los mismos intereses y
la misma metafísica de orden moral o amoral.
Es el colmo de la
irracionalidad que pudiera haber un rey anatematizado y en el exilio y
otro reinante, su propio hijo, cohabitando en un solo régimen de poder,
monarquía y continuidad dinástica y, por lo tanto, con los mismos
contextos, pretextos e inmunidades que han permitido la corrupción del
sistema.
Porque la monarquía posfranquista está delineada para que el
Estado anule a la sociedad y el Estado no sea sino el espacio inmune –non tangere- de una persona y sus conmilitones de agiotaje.
La carencia de un Estado nacional ha supuesto la continuidad
histórica de un nominalismo morboso en la jefatura de estados
confesionales, ideológicos, estamentales, censitarios, siempre de
espaldas a la realidad del país y que han hecho imposible la plenitud
democrática.
Ello ha significado una deriva muy distinta y disímil al
resto de las monarquías europeas. Ortega y Gasset observaba que toda la
política interna de Inglaterra se había hecho con un lema, que es
materialmente la expresión repetida mayor número de veces en su
historia: ¡Hay que limitar el poder de la corona!
Y concluía el
metafísico madrileño: “Para que en España fuese posible una República
coronada sería preciso sólo una cosa: volver a empezar la historia de
España.” Esa historia que, según Gil de Biedma, es la peor de todas las
historias, porque acaba mal.
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