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miércoles, 15 de julio de 2020

España, propiedad privada de la familia Borbón



España, propiedad privada de la familia Borbón



La crisis de la monarquía española aunque venía siendo incoada mediante la quiebra de los mecanismos de la transición para la permanencia de los intereses y el monopolio del poder fáctico de las élites herederas del caudillaje, ha comenzado a cundir, sumariamente agravada, y a tener enjundioso bulto, por la revelaciones de las actividades poco ejemplares de Juan Carlos de Borbón


El emérito no solamente heredó la corona de Franco, que en los amenes de los años cuarenta del pasado siglo proclamó que España era un reino y él caudillo regente por la gracia de Dios, sino la inviolabilidad de su real persona lo que, como a Franco, lo hacía intocable hiciera lo que hiciera, un reducto feudal de los señores de horca y cuchillo poco compatible con el espíritu democrático.


En España no fue posible que la democracia, como en el resto de Europa, fuera el resultado, en el contexto ideológico y de la praxis, del antifascismo, sino muy al contrario supuso la reconversión de un régimen de poder nacido del fascismo y que nunca fue derrocado.


 Ello dio lugar a una enjundiosa fantasmagoría, que diría Ortega, donde el poder real condiciona de facto el ámbito de lo opinable y la orientación del debate público y, singularmente, ubica en el escenario del orden público la disidencia política, cuando esta supone una reorientación democrática del poder real.


 La izquierda dinástica, por ello, sólo puede actuar como alternancia, nunca como verdadera alternativa a las políticas conservadoras, de las que sólo puede ser un matiz, y ni matiz siquiera en aquellas que puedan afectar a los poderes fácticos, consideradas entonces cuestiones de Estado, y por tanto, sólo admisible una única línea de actuación.


En este estado de cosas, tanto los partidos dinásticos, los mass media al servicio de las élites influyentes y los asesores del conglomerado sistémico tratan de salvar la crisis monárquica trazando un círculo de tiza caucasiano dentro del cual Felipe VI esté desvinculado de la corrupción del régimen, de la realidad del sistema y de su propio padre. 


Pero la monarquía no puede ser un ente bifronte a conveniencia donde hay bondad y maldad, sin intoxicarse, y procedimientos óptimos y otros malquistos como compartimentos estancos, puesto que se trata del mismo régimen de poder, los mismos intereses y la misma metafísica de orden moral o amoral. 



Es el colmo de la irracionalidad que pudiera haber un rey anatematizado y en el exilio y otro reinante, su propio hijo, cohabitando en un solo régimen de poder, monarquía y continuidad dinástica y, por lo tanto, con los mismos contextos, pretextos e inmunidades que han permitido la corrupción del sistema.


 Porque la monarquía posfranquista está delineada para que el Estado anule a la sociedad y el Estado no sea sino el espacio inmune –non tangere- de una persona y sus conmilitones de agiotaje.


La carencia de un Estado nacional ha supuesto la continuidad histórica de un nominalismo morboso en la jefatura de estados confesionales, ideológicos, estamentales, censitarios, siempre de espaldas a la realidad del país y que han hecho imposible la plenitud democrática.


 Ello ha significado una deriva muy distinta y disímil al resto de las monarquías europeas. Ortega y Gasset observaba que toda la política interna de Inglaterra se había hecho con un lema, que es materialmente la expresión repetida mayor número de veces en su historia: ¡Hay que limitar el poder de la corona!


 Y concluía el metafísico madrileño: “Para que en España fuese posible una República coronada sería preciso sólo una cosa: volver a empezar la historia de España.” Esa historia que, según Gil de Biedma, es la peor de todas las historias, porque acaba mal.



 
 
 
 
 

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