Médano de estrellas
«La venganza fue con todos los que participamos en las huelgas años antes, tenían nuestros nombres en listas negras guardadas en las mansiones de los dueños de la isla, todos debíamos morir, no había perdón solo tiro en la cabeza, fosa común, pozo, sima o el fondo del mar, su odio venía de su sangre asesina, la misma que masacró al pueblo indígena y mató de hambre a nuestra gente durante siglos.»
Esteban Araña Espinosa
El camión que usaba el Condado para el transporte del tomate iba esa
noche cargado de hombres, eramos, si mal no recuerdo, unos doce, lo supe
porque tengo una manía desde niño de contarlo todo, incluso en un
momento tan dramático me dio por contar cuantos falanges, cuantos
detenidos, cuantos Guardias Civiles, cuantos jornaleros colaboradores de
los fascistas.
Por la pista de tierra nos llevaban arrodillados con las
manos amarradas a la espalda con aquel hilo de pitera que se nos
clavaba en la carne, fue justo en el momento en que divisamos las luces
del Faro de Maspalomas, cuando se produjo el brusco giro, lo que produjo
los golpes unos contra los otros, hasta varios falangistas se cayeron
sobre los presos cagándose en nuestros muertos.
En ese instante recuerdo
divisar las Dunas con una inmensa luna llena, cerca se escuchaba el
sonido del mar. Yo le hacía señas a Tomás Santiago de forma disimulada,
los dos habíamos hablado más de una vez de que si nos detenían teníamos
que intentar escapar, ya que de lo contrario supondría la muerte.
Desde
que llegué de Madrid a trabajar en Telégrafos hice mucha amistad con los
compañeros de la CNT, el joven Tomás era uno de ellos. Nos reuníamos
por las tardes para hacer excursiones a la playa y jugar al fútbol en la
arena, fueron momentos inolvidables, se nos hacía de noche corriendo
por esos mundos perdidos.
El muchacho de Tunte casi no reaccionaba, la
sangre le corría por la cara, parecía hipnotizado, yo le decía de saltar
con la cabeza, el me miraba pero ya estaba muerto. En un momento dado
me levanté bruscamente y recibí en unos segundos más de diez culatazos
en todo mi cuerpo.
Era imposible, solo quedaba la muerte, pensé. En un
llano rodeado de médanos de arena pararon el viejo camión, nos bajaron a
golpes, yo fui de los últimos en caer redondo a tierra, casi no podía
levantarme.
A los que estábamos más conscientes nos pusieron pico y
sacho en las manos: -A cavar, hijos de puta- Dijo el teniente Morales de
la Guardia Civil.
Sabíamos que cavábamos nuestra propia tumba, era una
sensación extraña, si picabas más rápido la muerte sería antes, pero si
ibas más lento, la muerte se tornaba distante, pero a la vez más
dolorosa, había compañeros que caían al suelo desvanecidos, no se
levantaban más ¿Estaban muertos?
Entonces casi amaneciendo nos
arrodillaron a los quedábamos en pie, los falanges comenzaron a disparar
en la cabeza, yo no pude evitar mirar para atrás en el momento del
disparo y noté como un trueno en el oído, caí sin sentido dentro de la
fosa de arena, pero a los pocos minutos abrí los ojos, vi como echaban
la arena sobre nosotros, escuché las órdenes de los mandos, las risas de
los que no paraban de beber ron desde que nos sacaron de aquel almacén
del Castillo del Romeral.
Yo pensé que estaba muerto y que podía verlo
todo, entonces la arena me entró hasta la garganta y casi me asfixio,
ahí me di cuenta que tenía un tiro en la oreja que me la había arrancado
de cuajo, pero que estaba vivo, que la presión contra los otros
compañeros muertos me paraba la hemorragia, lo que hice fue quedarme
quieto, no mover un musculo, los vi como se reían, como se burlaban de
nosotros.
Antonio Guedes, el jefe falangista dijo con su voz ronca: -Se
mearon encima los maricones-
Todos se rieron a carcajadas. Cuando me
enterraron me quedé de lado, había un hueco no se como entre los cuerpos
para respirar, yo estaba debajo de tres hombres.
Esperé casi dos horas,
cuando el calor apretaba rompí mis ataduras, logré salir, parecía una
momia egipcia. No se veía a nadie en la inmensa explanada dunar, me
acerqué al mar y me lavé las heridas, la oreja ya no existía, tenía un
zumbido constante que todavía cincuenta años después me sigue durando.
Recibí ayuda del sindicato aquella noche mismo, estuve escondido en una
cueva de Temisas casi dos años, luego salí por mar hacia Mauritania. La
libertad para mi es arena y agua, la sangre de los compañeros que me
regalaron esta brizna de vida…»
Entrevista realizada por Francisco González Tejera, el 8 de abril de 1998 en el barrio de El Raval (Barcelona).
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