Unos años atrás, en algún
foro público, el presidente ecuatoriano Rafael Correa advirtió: “No se
puede hacer análisis político haciendo abstracción de cosas tan
fundamentales como las relaciones de poder. Detrás de las relaciones de
poder está todo”.
Y se antoja pertinente evocar esta reflexión en el
marco del golpe de Estado que está en curso en Brasil.
El golpe es una estrategia de los de arriba que va contra los de abajo, y
sólo secundariamente una disputa entre derechas e izquierdas
partidarias.
Claro, no ignoramos que connotados
analistas apoltronados en el confort de la neutralidad servicial (la
enorme mayoría que rebosan los espacios de la prensa tradicional)
discuten y seguirán discutiendo equivocadamente esta cuestión,
problematizando la situación política de Brasil en función de una
seudopregunta: a saber, que si lo acontecido en Brasil es o no es un
golpe. Naturalmente que a ese sindicato de opinadores ávidos de la
aprobación de los otros (señaladamente los poderosos o los ideólogos de
los poderosos), no les interesa explicar seriamente la coyuntura
brasileña. Otros, no menos conspicuos e indulgentes, abordan el caso
como si se tratara de un asunto de inestabilidad o crisis política,
esgrimiendo argumentos puramente formales e institucionales.
En ese
rebaño es común encontrar a los politólogos, que a pesar de la probada
infecundidad de su disciplina (un hecho reconocido incluso por algunos
de sus no tan incautos cofrades) continúan reproduciendo discursos
estériles a granel, con las convencionales cuotas de colonialismo
intelectual, arguyendo que se trata del fin de un ciclo de neopopulismos
en la región, o que las “democracias de baja institucionalización”
inevitablemente conducen a estos escenarios de inestabilidad, o que el
juicio a Dilma no es un asunto político sino judicial cuyo exitoso
desenlace inaugura una nueva era de legalidad democrática en el
continente. Y así hasta el empacho.
El hecho concluyente es que un impeachment
sin crimen es un golpe. En México y Colombia, donde más de un
expresidente está acusado por delitos de corrupción o por crímenes de
lesa humanidad, la revocación o interrupción de mandato es una quimera
que seguramente arranca risas a esas clases políticas. Con excepción de
aquel proceso judicial contra Ernesto Samper en los años 90, bajo la
acusación de recibir financiamiento del cártel de Cali, que por cierto
acabó en absolución, ninguno de esos dos países latinoamericanos reporta
un solo caso reciente de tentativa de revocabilidad. Y nótese que se
trata de los campeones en materia de violación a los derechos humanos.
Y
que además son los principales recipiendarios de apoyo militar de
Estados Unidos en la región. Y que ninguno ha tenido nunca un gobierno
de oposición seria. Pero claro, para los sacerdotes de la politología
esos son aspectos marginales o irrelevantes. Ellos prefieren juzgar la
situación de Brasil como un caso “típico” de inestabilidad política
“latinoamericana”. Con esa interpretación que no es interpretación
despolitizan la trama, y desechan la evidencia que sugiere
abrumadoramente que en Brasil se consumó un golpe
parlamentario-mediático-judicial.
La histérica urgencia de remover a Dilma
del cargo responde a dinámicas, inercias e intereses claramente
extrainstitucionales. Y es allí donde corresponde hurgar.
La cruzada neoliberal en la región, que
es el factor explicatorio fundamental, supuso un achicamiento de la
arena pública y una transferencia de las decisiones de las instituciones
públicas a manos de entidades privadas, impermeables a la fiscalización
ciudadana e incluso estatal. Este hecho se tradujo en dos
prescripciones que a la postre alcanzarían rango de canon en
Latinoamérica: uno, que en el caso de un conflicto entre la integridad
de las instituciones financieras y el bienestar de la población, se
priorizaría la integridad de las instituciones financieras; y dos, que
ese y otros conflictos no se dirimirían más en las instituciones
públicas. En suma, que la gestión gubernamental terminaría allí donde
comienza el interés de los barones del dinero. Y de hecho esta
“ortodoxia” no cambió significativamente bajo la administración del PT
en Brasil.
Ya Dilma había comenzado a aplicar
ajustes antipopulares en beneficio de la alta finanza y del conglomerado
de intereses corporativos reunidos en la órbita del consenso lulista.
Pero si bien los gobiernos del PT eran crecientemente receptivos con las
demandas de las élites económico-financieras, el otro renglón crucial,
el social, no fue atendido “adecuadamente” por el petismo. Es decir, no
en las estimaciones de los que estiman la acción colectiva o social como
algo desestimable.
Sin duda que este es un mérito de los gobiernos del
PT que los poderosos naturalmente desprecian: el respeto al derecho a la
movilización (aun cuando hubo tentativas de domesticación). El otro
mérito fue disponer un piso de derechos sociales (aunque con arreglo a
una política asistencialista) que se tradujo en un aumento de los
estándares de vida de ciertos segmentos poblacionales (aún cuando
tampoco atenuó sustantivamente la desigualdad); un fenómeno que acarreó a
la par expectativas materiales e inmateriales y un grado de
alfabetización política inédito en el país.
El golpe no es (al menos no
primordialmente) contra la gestión económico-financiera del petismo, que
durante su administración dejó intocadas las grandes fortunas. El golpe
es contra los contenidos sociales del petismo. Es el ascenso de esas
clases inferiores dotadas de educación profesional, ciertos derechos
sociales y alfabetización política lo que impacienta a los poderosos. Y
en un contexto de crisis económica, esas clases modestamente empoderadas
cobran la dimensión de clases peligrosas para el poder constituido.
La camarilla de operadores políticos
golpistas (al servicio de los poderes fácticos) disputará como aves de
rapiña los cargos y presupuestos públicos. Eso es previsible, e incluso
está en curso. Ellos no son los autores intelectuales del golpe, como
algunos llegan a creer. El gabinete de Temer-Neves (y consortes) es sólo
la gavilla sicarial de vanguardia de los dueños del dinero. A nadie
asombra que Michel Temer, el camaleónico reyezuelo golpista, fuera
informante de la embajada estadunidense en Brasil en 2006, de acuerdo
con documentos publicados por Wikileaks .
A Aécio Neves no le importa nada (con
excepción de su mediocre parcela de poder), mucho menos el país, o la
opinión de la población de ese país. Por eso sin rubor espeta: “Temer no
debe mirar su popularidad, sino cumplir con los grandes objetivos”.
Léase: realineamiento con los organismos financieros internacionales,
ataques al ingreso social, recortes al gasto público, aumento de
impuestos al consumo básico, y todas las recetas toscamente antisociales
consustanciales al programa del consenso de Washington. En suma,
asfixia de las clases populares y neutralización de la movilización
ciudadana.
Y para eso de la neutralización de los
sectores populares, que es un renglón clave de la agenda programática de
la derecha, Temer dispuso del actual secretario de Seguridad de San
Pablo Alexandre de Moraes, para ocupar el Ministerio de Justicia (sic).
Ese mismo que en alguna ocasión equiparó las manifestaciones ciudadanas
con “actos guerrilleros”. El objetivo es anular las acciones de
resistencia y el creciente avance de la protesta social. Ya algunos
analistas han registrado esa efervescencia ascendente: “En 2013 se
produjo un aumento repentino de las huelgas… batiendo el récord de la
serie histórica de los 30 años pasados. Según el informe del
Departamento Intersindical de Estadística y Estudios Económicos, Balance de las huelgas en 2013
, ese año hubo 2 mil 50 huelgas… El informe citado destaca que hubo una
expansión de las luchas hacia sectores que habitualmente no se
movilizan” (Raúl Zibechi en La Jornada 13-V-2016).
El golpe es una estrategia de los de
arriba que va contra los de abajo, y sólo secundariamente una disputa
entre derechas e izquierdas partidarias.
El golpe inaugura una posibilidad: la
radicalización. En Brasil, el enfrentamiento de clase es franco y
abierto. A los representantes del dinero se les acabó ese cuento de los
“respetuosos de la legalidad democrática”, que por decreto se
autoconfirieron. Y la izquierda partidaria tampoco podrá ocultar sus
alianzas con ese poder que sí es poder, que por cierto opera agazapado
en el anonimato.
Detrás de las relaciones de poder está todo.
Arsinoé Orihuela | Rebelión | 18/06/2016
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