Recomendaba Borges elegir bien a los enemigos porque tarde o
temprano, decía, acababa uno pareciéndose a ellos. El ministro del
Interior, que tanto detesta los regímenes comunistas, ha acabado
pareciéndose a uno de aquellos sórdidos comisarios políticos de la
Alemania del Este retratados en la oscarizada La vida de los otros.En
efecto, no es difícil imaginarlo en una habitación desnuda, con los
cascos puestos, escuchando las conversaciones de sus adversarios
políticos, y, quizá, ya por puro vicio, las de usted o las mías.
Nadie, con este servidor estalinista de la ley, está a salvo de que lo metan en un lío ficticio de consecuencias fatales. Lo mismo te inventa una cuenta corriente en Andorra que te relaciona con la mafia china, todo al servicio del orden y de la civilización cristiana, de la que es un fanático. En su delirio místico, ha atribuido a la Virgen de los Dolores méritos policiales merecedores de una condecoración.
Al ministro del Interior tenemos que agradecerle, sin embargo, la confirmación de aquella máxima camusiana según la cual a partir de cierta edad cada uno es responsable de su rostro. A él, y también a Martínez Pujalte, cuya carota, que se deshacía con frecuencia en risotadas ostentóreas (cortesía de Gil y Gil), nos hacía temer lo que ahora sabemos. Los rostros de Martínez Pujalte y de Fernández Díaz remiten a las versiones de los payasos triste y alegre de los circos, que tanto miedo dan a los niños y a los mayores con sensibilidad.
Si la seriedad moral del ministro, amante de filtrar a la prensa delitos falsos, nos pone los pelos de punta, el recuerdo de las carcajadas de Pujalte nos eriza la piel. Fernández Díaz cree en Dios, pero trabaja mucho porque, como Erdogan, no se fía de él.
Juan José Millás
Nadie, con este servidor estalinista de la ley, está a salvo de que lo metan en un lío ficticio de consecuencias fatales. Lo mismo te inventa una cuenta corriente en Andorra que te relaciona con la mafia china, todo al servicio del orden y de la civilización cristiana, de la que es un fanático. En su delirio místico, ha atribuido a la Virgen de los Dolores méritos policiales merecedores de una condecoración.
Al ministro del Interior tenemos que agradecerle, sin embargo, la confirmación de aquella máxima camusiana según la cual a partir de cierta edad cada uno es responsable de su rostro. A él, y también a Martínez Pujalte, cuya carota, que se deshacía con frecuencia en risotadas ostentóreas (cortesía de Gil y Gil), nos hacía temer lo que ahora sabemos. Los rostros de Martínez Pujalte y de Fernández Díaz remiten a las versiones de los payasos triste y alegre de los circos, que tanto miedo dan a los niños y a los mayores con sensibilidad.
Si la seriedad moral del ministro, amante de filtrar a la prensa delitos falsos, nos pone los pelos de punta, el recuerdo de las carcajadas de Pujalte nos eriza la piel. Fernández Díaz cree en Dios, pero trabaja mucho porque, como Erdogan, no se fía de él.
Juan José Millás
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