Según los primeros datos
de la investigación, parece que el autor de la vil matanza de Niza se
burlaba de la religión, no rezaba, no respetaba el Ramadán, coleccionaba
conquistas masculinas y femeninas, llevaba una vida disoluta, era
aficionado a las webs violentas y tenía una lamentable tendencia a
arreglar sus diferencias con una pistola automática.
Opino que ya es hora de sacar algunas
enseñanzas de semejante retrato, que ordena los hechos, y analizar los
daños colaterales que producen las interpretaciones de los atentados. A
años luz de las prácticas islámicas habituales, ese retrato del autor de
la masacre del 14 de julio como hedonista compulsivo, colérico y sin
tabús, tiene mucho interés. Lo menos que se puede decir es que cubre de
ridículo a la manada de tele-expertos dispuesta a descubrir en cualquier
golpe el escalofrío apocalíptico de la yihad global.
Para los que solo quieren ver en el
terrorismo el estadio supremo del fanatismo religioso este desmentido es
categórico y no admite discusión. Resulta ya difícil mantener la tesis
de la responsabilidad inmemorial del islam cuando sabemos que el asesino
era musulmán de la misma forma que los Borgia eran católicos y que
además 10 de las 84 víctimas de la masacre de Niza eran de confesión
musulmana.
Este examen implacable de los hechos
también pone contra las cuerdas a esos políticos ansiosos que se arrojan
sobre la presa fácil del islam al menor suceso susceptible de echar
leña al fuego. Quizá con la esperanza de pasar al Frente Nacional por la
derecha, con una arriesgada maniobra, no ven que se cubren de vergüenza
y cavan su tumba política. Mientras alguno reclama a gritos la
prohibición del velo islámico en Francia para luchar contra el
terrorismo, no sabemos si reír o llorar ante esa intención ridícula y el
evidente intento de manipulación.
Es obvio que el autor del crimen
abominable de Niza estaba poseído por una violencia sorda. Alimentada de
fracasos y frustraciones el asesino del Paseo de los Ingleses la
desencadenó de repente perpetrando un acto horrible, una carnicería
masiva. ¿Por qué? En el fondo nadie lo sabe con exactitud.
Se pueden glosar sin fin sus
motivaciones, recurrir a los expertos más sabios, movilizar todos los
recursos de la psicología y la sociología, pero el objeto de estudio ha
desaparecido con el acto que lo hizo nacer. El haz de sus
justificaciones se volatilizó con él y eliminó para siempre cualquier
explicación exhaustiva. Queramos o no el engranaje que condujo a la
tragedia del 14 de julio corre el riesgo de permanecer rodeado de
misterio.
Sin embargo eso no significa que no haya
nada que comprender. Se ha señalado, con razón, la falta de motivación
política explícita del asesino. Pero no todos los terroristas dejan para
la posteridad un testamento político destinado a justificar sus
crímenes.
En este caso la ausencia de discurso
puede permitir cualquier discurso. Y además hay que admitir que la
lectura apolítica de la acción criminal del 14 de julio está seriamente
rebatida por una reivindicación a posteriori.
La justificación del acto por la
organización terrorista transforma el propio acto a espaldas del autor,
disipa la ambigüedad inicial.
La reivindicación, formulada por el
Dáesh, sería muy oportuna, ¿pero quién puede demostrarlo? Y si se
presenta una prueba, ¿qué se podría deducir? Añadida al modus operandi utilizado
(el camión asesino), la reivindicación del atentado por parte de la
organización terrorista, sin excluirla totalmente, parece invalidar la
hipótesis de un acto aislado, desnudo de toda significación política y
cometido bajo el efecto de un ataque de locura.
Sí, un atentado ha sido perpetrado por
un individuo decidido a matar ciegamente y ese crimen ha sido
reivindicado por una organización terrorista internacional que no deja
de invitar a sus afiliados a cometer esos crímenes. Con partidarios
diseminados por todas partes, en realidad el Dáesh no tiene ninguna
necesidad de organizar previamente los atentados, ya que le basta con
atribuirse la paternidad después. La violencia de los adeptos que pasan a
la acción se inscribe espontáneamente en el proyecto de subversión por
el terror que constituye la obsesiónyihadista desde la creación de Al-Qaida con el patrocinio estadounidense-saudí.
Es por lo que el autor del crimen
(individual) y su padrino (colectivo) comparten claramente la
responsabilidad. Ambos en conjunto perpetran esta monstruosidad, uno
porque la comete y otro porque la reivindica. El terrorismo no existe
porque haya ciertos locos que lo ejecutan, pero no existirían esos locos
si no hubiera una organización que difundiera las consignas. No
dejaremos de repetirlo: el terrorismo es un asunto político. Y si brinda
a los desequilibrados un medio de expeler su malestar es porque la
organización existe antes que los locos y los utiliza como «soldados de
la yihad».
Pero por el contrario, si se interpreta
el terrorismo desde el punto de vista psiquiátrico se ofrece una
coartada que oculta el significado. Libre de cualquier racionalidad,
incluida la asesina, elyihadismo se reduce al estatuto de
curiosidad antropológica. Se convierte en una especie de agujero negro
del pensamiento, una aberración sin causa asignable, como si nada
pudiera explicarla salvo el desorden mental de sus actores. Se quiere
condenar a los terroristas por lo que hacen, pero al mismo tiempo se les
despoja de toda responsabilidad política.
Al igual que la que solo ve la impronta del islam, esta interpretación del fenómeno yihadista,
al ocultar su motivación primigenia, lo despoja de cualquier análisis
racional. Y arroja una cortina de humo sobre las razones de ese peligro
letal que nuestros dirigentes, por cinismo y cobardía, hacen crecer
pretendiendo combatirlo.
Bruno Guigue, en la
actualidad profesor de Filosofía, es titulado en Geopolítica por la
École National d’Administration (ENA), ensayista y autor de los
siguientes libros: Aux origines du conflit israélo-arabe , L’Economie solidaire , Faut-il brûler Lénine?, Proche-Orient: la guerre des mots y Les raisons de l’esclavage, todos publicados por L’Harmattan.
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