Aunque parezca una broma, llevamos ocho
meses con un Gobierno en funciones. Ocho meses sin poder pedir
responsabilidades por lo que hace o deja de hacer ese Gobierno que sí
tiene competencias, como de sobra está demostrando, pero que no ha sido
elegido por nadie y que no acepta rendir cuentas de su gestión.
Por
distintos motivos llevamos ocho meses sin legislar, sin poder aprobar,
modificar o derogar leyes, y sin que nadie tenga que asumir el coste
político de sus decisiones y posicionamientos.
Y lo que es peor, en esta
nueva legislatura ni siquiera se ha puesto en marcha el reloj de la
investidura, lo que nos mantiene en este absurdo limbo sin que nadie
haya dicho ‘esta boca es mía’ habiendo mucho que decir.
Y es que si llamativo fue lo ocurrido en
la pasada legislatura, con un rey novato que desobedeció su mandato
constitucional, y que permitió a Mariano Rajoy acogerse a una
‘declinación’ que no está contemplada en el ordenamiento jurídico, mucho
más llamativo es ahora que sí ha cumplido con su obligación
designando oficialmente un candidato.
A partir de este comunicado tan
explícito deberían haberse sucedido los trámites previstos, pues con la
comunicación de la designación de candidato ya queda cumplido el
artículo 99.1 de la Constitución:
99.1 Después de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en
los demás supuestos constitucionales en que así proceda, el Rey, previa
consulta con los representantes designados por los grupos políticos con
representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso,
propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno.
Y ahora debería cumplirse el artículo 99.2:
99.2 El candidato propuesto conforme a lo previsto en el apartado
anterior expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político
del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la
Cámara.
El texto de este último artículo tiene
condición imperativa y de inmediatez, no da lugar a plazos ni permite
disposiciones. ¿Por qué no se ha producido esa exposición de programa
político?
Evidentemente, por algo tan
irresponsable pero sencillo como que la Presidenta del Congreso está
haciendo omisión de su obligación. Una obligación que en los mismos
términos imperativos y de inmediatez que en los artículos ya citados de
la Constitución, impone el Reglamento del Congreso en su artículo 170.
Artículo 170
En cumplimiento de las previsiones establecidas en el artículo 99 de la Constitución, y una vez recibida en el Congreso la propuesta de candidato a la Presidencia del Gobierno, el Presidente de la Cámara convocará el Pleno.
En cumplimiento de las previsiones establecidas en el artículo 99 de la Constitución, y una vez recibida en el Congreso la propuesta de candidato a la Presidencia del Gobierno, el Presidente de la Cámara convocará el Pleno.
Hay que insistir. Todo se ha cumplido a
excepción de la obligación de la presidenta de la Cámara Baja. Y no
existe ninguna indefinición a la que acogerse. Tampoco valen las
excusas, ni es una prerrogativa de la presidenta del Congreso conceder
plazos a nadie bajo ninguna circunstancia. Los plazos de negociación ya
los determina el propio proceso de investidura descrito en el articulado
constitucional.
Vista la situación la primera pregunta
lógica es: ¿qué se puede hacer cuando se incumple la legalidad vigente
desde la tercera magistratura del Estado?
Y la respuesta nos coloca en una
situación muy delicada, porque la única autoridad superior en este caso
es la del Jefe del Estado, que es precisamente quien dicta la orden que
está siendo incumplida. A este respecto la Constitución también es
meridiana, pero esperemos que nadie esté pensando aprovecharse de ello.
El caso es que la pelota vuelve a estar
sobre el tejado del rey, si es que finalmente alguien está dispuesto a
cumplir y hacer cumplir la Ley. Aunque para suavizar lo que podría
convertirse en un problema más serio del que actualmente ya es, algún
partido podría denunciar este incumplimiento ante el muy dependiente
Tribunal Constitucional, aunque no sea el órgano competente, al menos
para guardar las apariencias; para que pareciera que esto no es el
cortijo que realmente es.
¿Por qué hay tanto silencio y tanta
pasividad? ¿Ante una desobediencia tan evidente nadie tiene nada que
decir ni denunciar? ¿Tampoco los nuevos partidos?
En este país todo empieza a apestar por
encima del hedor acostumbrado. Estamos viviendo un momento de
excepcionalidad permanente y, en estas circunstancias, la mínima
credibilidad que tuviera el sistema, si es que algo le quedaba, ya habrá
quedado definitivamente sentenciada a desaparición. Y quizá no sea el
mejor momento para que ocurra.
Esperemos que a alguien le quede algo de
sensatez y por lo menos plantee batalla en este absurdo y peligroso
escenario de nihilismo institucional. Porque por desgracia, lo que no
cabe ya esperar, es que esa delincuencia que ejercen unos pocos y
perjudica a millones de personas, vaya a ser castigada.
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