Habla George Steiner en Los idiomas de Eros de lo que significa hacer el amor en lenguas distintas. Relata ahí, en uno de esos libros que nunca llegó a escribir
por el pudor de revelar demasiadas intimidades, sus propias
experiencias con cuatro diferentes idiomas. Los tabús, el deseo, los
límites de lo que es aceptado cambian de una lengua a otra, representado
todo el peso cultural que llevan detrás. Se considera por ello un
privilegiado al haber podido indagar en ese donjuanismo semántico del
que tan poco sabemos.
A pesar de que se ha estudiado el
plurilingüismo en las artes amatorias sí que conocemos mucho los efectos
del lenguaje más allá de sus beneficios comunicativos. Uno de los
aspectos más interesantes de los segundos, terceros, o cuartos idiomas,
aquellos que aprendemos más allá de nuestras lenguas nativas, es que nos
permiten pensar de una forma más racional, utilitarista, reduciendo
aquello que se conoce como un sesgo de decisión y aumentando el interés
en el bien común.
Daniel Kahneman,
psicólogo galardonado con el Nobel en Economía en 2002 por sus estudios
sobre cómo tomamos decisiones entre alternativas que conllevan un
riesgo, popularizó la teoría del proceso dual. La gestión del
conocimiento activa dos sistemas distintos en nuestro cerebro. En primer
lugar, el de la intuición o razonamiento asociativo, automático y
basado en las emociones —o prejuicios—, que se origina en
hábitos adquiridos, y son muy difíciles de modificar. El segundo
sistema, el de la razón, es más lento y deliberativo, y más susceptible
de ser manipulado. El cerebro, con el objetivo de minimizar la energía
utilizada, tiende a delegar gran parte de las decisiones en el primer
sistema, aunque nos guste pensar lo contrario.
Según los estudios de Kahneman estamos
instintivamente programados para mostrar una aversión al riesgo cuando
lo que está en juego son ganancias, y a asumir riesgos en materia de
pérdidas, aunque las consecuencias acaben siendo las mismas. Esta teoría prospectiva
representa una crítica a la teoría económica de la utilidad esperada,
por la cual deberíamos tomar decisiones en función de las ganancias o
pérdidas previstas, de forma independiente a como se presenta la
situación.
Uno de los ejemplos más utilizados en
este sentido es el de elegir entre «salvar» doscientas vidas de un total
de seiscientas, o una lotería en la que podríamos salvarlas todas o
bien ninguna. En general la gente prefiere asegurar doscientas vidas.
Sin embargo, si la misma situación hipotética se enmarca en términos de
«perder» esas vidas, las respuestas se inclinan hacia la opción del «o
todo o nada».
Somos capaces de asumir riesgos irracionales con tal de
evitar sufrir una pérdida.
Cuando forzamos a nuestro cerebro a
pensar en un idioma en el que no somos nativos muchos de estos sesgos se
difuminan. En una segunda lengua somos más capaces de racionalizar el
riesgo. Por ejemplo, en uno de los estudios realizados por investigadores de la Universidad de Chicago,
se separaba a sujetos angloparlantes que también hablaban japonés,
enfrentando a cada grupo al dilema de Kahneman en una de las dos
lenguas. El sesgo de asumir un riesgo mayor antes que afrontar una
pérdida segura desaparecía cuando el dilema se planteaba en japonés.
Lo
mismo ocurría con coreanos que hablaban inglés. Los experimentos se han
repetido en distintos contextos (por ejemplo, con decisiones monetarias)
y en otras lenguas, como el español. El resultado es siempre el mismo:
cuando para tomar decisiones utilizamos nuestra lengua materna nos
centramos más en el miedo a lo que perdemos, y no en lo que podemos
ganar, aunque las probabilidades estén de nuestro lado.
¿Cómo explicar este resultado? Uno de
los mecanismos que pueden explicar esta reducción de los sesgos de
decisión es que las lenguas extranjeras tienen una carga emocional menor
que las lenguas nativas, y es esta respuesta emocional —automática y
provocada por el primer sistema de Kahneman— la que nos
lleva a tomar decisiones irracionales dominados por el miedo. Esta menor
reacción emocional se da incluso en aquellas lenguas que dominamos a la
perfección, pero en las que no somos nativos.
Por lo tanto, este«efecto de la lengua extranjera» hace activar a
nuestro cerebro el segundo sistema antes de tener que tomar ninguna
decisión, simplemente por el hecho de leer o escuchar una lengua que no
es la nuestra. Esto es lo que lleva a que, cuando pensamos en una lengua
extranjera se reduce la aversión a las pérdidas y aumenta nuestro grado
de aceptación en apuestas donde el valor esperado es positivo.
El efecto de pensar en una lengua
extranjera no se reduce únicamente a las decisiones relacionadas con el
riesgo. El despojarnos de la carga emocional de nuestra lengua materna
nos permite a su vez enfrentar dilemas morales desde una nueva
perspectiva. Tomemos el consabido caso del tranvía. Este experimento
ético plantea la situación en la que un tranvía avanza por una vía en la
que hay echadas cinco personas. Si activamos una palanca, el tranvía
cambiará de vía, hacia una en la que solo se encuentra una persona.
¿Accionaríamos en ese caso la palanca para modificar el curso del
tranvía? La mayoría de personas que se enfrentan a este dilema moral así
lo haría.
En un segundo nivel, se nos plantea que
estamos fuera del tranvía, de nuevo sin control, hacia las cinco
personas estiradas en la vía. En este caso, si empujamos a un hombre lo
suficientemente gordo, el tranvía se parará al arrollarlo, salvando a
las cinco personas. En este caso son menos los que ven correcto empujar
al hombre. El enfoque utilitarista, que pensaría en el bien común (cinco
vidas salvadas vs. una sacrificada) se ve aquí diluido en la respuesta
emocional.
Realizando estos experimentos con
participantes de distintos países se observa que cuando el dilema se
plantea en una lengua extranjera las respuestas tienden a la decisión más utilitarista.
Si nos planteamos este dilema moral en nuestra propia lengua la carga
emocional de la respuesta aumenta, y el peso que le damos a la pérdida —ese hombre que empujamos a la vía— es mucho mayor, lo que nos lleva a no asumir el riesgo.
Existen en el mundo unas siete mil
lenguas, que aportan una riqueza cultural de indiscutible valor. Esta
gran variedad de lenguas lleva consigo una exigencia adaptativa para las
distintas sociedades. El dominio de una nueva lengua nos permite no
solo adquirir parte de su riqueza cultural, sino que requiere de un acto
de empatía, de entender la presencia del otro, que nos lleva a tomar
decisiones más pausadas, racionales y que tienen en cuenta el bien
común, más allá de nuestros propios miedos.
Conocer los sesgos que acarrea pensar en
nuestra lengua materna nos podría llevar a mejorar nuestras discusiones
si las llevamos a un campo donde obliguemos a nuestro segundo sistema
de pensamiento a tomar las decisiones.
Este resultado podría ser útil
para afrontar algunos de los retos de la política internacional. Así,
una de las consecuencias inesperadas del Brexit pueda acabar siendo la
supresión del inglés como lengua oficial en las instituciones europeas.
Si la diplomacia perdiese a sus traductores, obligando al bi o
trilingüismo en la toma de decisiones, alguno de los conflictos
territoriales actuales podrían llegar a mejor puerto.
Por lo tanto, ya sea en la cama, como
decía Steiner, en política internacional, o al tomar decisiones morales,
la Torre de Babel, más que una maldición para confundir a los hombres,
se puede transformar en una ocasión única para tomar mejores
decisiones.
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