Luis Bárcenas (42 años de prisión) se ha
convertido en un personaje mitológico, en un titán pijo, genuino, capaz
de caer en una celda y enamorar a un módulo de presidiarios, el famoso
número IV.
Un Vaquilla trajeado, un William Wallace del mamoneo español,
irreductible en su sequedad y su solemnidad politicastra. Incluso el PP
se lo extirpó a medio gas, indemnizándolo en diferido, con mimo.
En
fin, Bárcenas se había revelado invencible, pero eso terminó en la
mañana del día 17 de enero, segundo día de declaración en la Audiencia
Nacional. Luis dejó de ser fuerte, se rompió.
La fiscala Concepción Sabadell lo redujo
y demostró que también él podía balbucear, dudar, ruborizarse, temer.
El día anterior, salió sano. Mientras el juego se debatía en el limbo de
lo mediático y de la política nacional, se supo defender (el juego
entre las etiquetas de “corrupto” y de posible “tirador de la manta” le
regalaba una ambigüedad que le beneficiaba).
Pero el martes las
preguntas bajaron a la tierra, a sus cuentas en Suiza adonde habrían ido
a parar los millones de las comisiones y las adjudicaciones
fraudulentas. En este punto, no encontró refugio.
Antes de iniciarse la sesión, Bárcenas
saludó al exalcalde de Pozuelo Jesús Sepúlveda con una efusividad
contenida. Son amigos. El extesorero le había echado un capote el día
anterior mostrándose absolutamente convencido de que Sepúlveda no había
recibido sobornos. Su expresión lapidaria en un asunto tan obvio como el
cohecho del exmarido de Ana Mato tuvo un efecto contraproducente:
sirvió para comprobar la solvencia expresiva con que Bárcenas es capaz
de tergiversar la verdad.
CONCEPCIÓN SABADELL, TRAS UNA PRIMERA SESIÓN DE TANTEO, LE TOMÓ LA MEDIDA AL EXTESORERO, ADIVINÓ SU PULSO, SUS RITMOS, Y SALTÓ A POR ÉL
Viajamos a Suiza. Concepción Sabadell,
tras una primera sesión de tanteo, le tomó la medida al extesorero,
adivinó su pulso, sus ritmos, y saltó a por él. Se trataba de investigar
las cuentas en el extranjero del acusado, esas que acumularon 48
millones de euros.
La primera la abrió en 1986, en Puerto Rico, e
ingresó en ella 600.000 euros. Dos años después, aterrizó en el país
helvético. Los sacos de billetes que entraban en las entidades procedían
de una hiperactividad empresarial difícil de asimilar.
Desde el comienzo de la instrucción, el
procesado cambiaba su versión en cada declaración sobre sus cuentas
suizas y sus sociedades Sinequanon y Tesedul que, según la Fiscalía
Anticorrupción, operaban como empresas pantalla y, según el acusado
eran, en todo caso, “empresas visillo”, porque en todo momento se veía
que, en última instancia, él estaba detrás. Insistió en su intención de
“transparencia absoluta” y no se apeó de esa grupa ni cuando se
expusieron las idas y venidas de Iván Yáñez, su testaferro.
La última versión, la que explicó en la
calle Límite, es que poseía esos depósitos porque provenían de
operaciones realizadas fuera del país y que la idea de los mismos era
reservarse un “plan de pensiones”. “No he viajado jamás en avión ni en
coche con dinero desde España”. Sin embargo, todos los fondos, en
efectivo, se ingresaron en pesetas o euros.
Tampoco declaró la existencia de las
actividades en el extranjero cuando ya era senador. En una de las
ocasiones en que la fiscala regresó al tema, un Bárcenas ya agotado
reconoció la intención perversa:
—¿Consideraba que no tenía que declararlas en España o, simplemente, no las declaró?
—Simplemente, no las declaré.
Bárcenas lanzó un órdago y leyó el origen de sus ingresos millonarios por primera vez. Una iniciativa que coronó los titulares online
automáticamente. Empezó a desgranar cantidades exactas. Los montos
provenían de negocios relacionados con un aserradero de maderas en Costa
Rica, de inversores uruguayos, de un préstamo a su gran amigo Luis
Fraga, de operaciones inmobiliarias en Argentina o de la OPA de Endesa
(a la que el exgerente del Partido Popular, por un avispamiento fácil de
confundir con el manejo de información privilegiada, consiguió
arrancarle siete millones de euros).
Aportó cifras justas, con picos y
céntimos. Sabadell sonrió y le pidió pruebas, archivos, documentos.
Bárcenas no los tenía. Ella afiló la mirada, gozándolo.
La minuciosidad
de esos números era puramente floral, una forma de adornar su
declaración y aportarle cuerpo ante la ausencia de justificantes
creíbles. La representante del ministerio público inició entonces un
interrogatorio extenuante, obsesivo, de impronta faulkneriana, lleno de
idas y venidas, de reincidencias y asociaciones; un ejercicio que
parecía buscar la confusión del acusado, hacer que fluyera su conciencia
y perdiera la noción de lo lícito o ilícito y tropezara y revelara la
verdad.
BÁRCENAS DESENFUNDÓ LA LÓGICA DE LA COSTUMBRE PARA EXCUSAR LA AUSENCIA DE PAPELES
Bárcenas desenfundó la lógica de la
costumbre para excusar la ausencia de papeles: “Jamás he entregado
ningún documento (en Suiza), se me ha preguntado y he explicado lo que
me pedían, y ha sido suficiente para el banco”. El extesorero entrelazó
los dedos y se presionó las dos yemas del índice, una contra otra. Es un
tipo simétrico incluso al perder los nervios. Aseveró que la mayoría de
los ingresos que acabaron en Suiza procedían de su labor mediadora en
diferentes sectores.
—¿No tiene ningún contrato de mediación?
—No
El señor B confió su expiación judicial a
la fe de la sala. Tal vez había cultivado la esperanza de que esa
imagen mitológica suya obrara por él y nublara la vista de las partes y,
por eso, terminó lidiando con la fiscala apoyado en explicaciones sin
sustento.
Bárcenas desarboló su compostura.
Extraordinariamente, su columna se aflojó en algunos minutos. La
compulsividad de su discurso se atascó. Relató algunos hechos con la
mirada extraviada, leyendo algún esquema alojado en su cabeza. Entonces
le asomó a las aletas de la nariz un reflejo de risa que no era más que
desconcierto y apuro. Algún letrado se echó la mano a la cara, algunos
periodistas sonrieron entre divertidos y sádicos. Bárcenas se había
roto.
Y así, fracturado, se desbarrancó por la
narración de cómo era el proceso para ingresar el dinero en las cuentas
de Suiza. Su abogado, un joven grisáceo y mal descansado, lo dejó
seguir. Bárcenas quedaba a las ocho de la mañana en alguna cafetería del
paraíso fiscal con el portador de la pasta. Establecía la cita
previamente, por teléfono. Una vez allí, se saludaban, el otro le daba
la bolsa con el dinero y él la llevaba al banco (a veces, lo acompañaba y
a veces no). Sabadell, sorprendida, le consultó si los intermediarios
le entregaban el dinero sin más, sólo por decirles que se llamaba Luis
Bárcenas. Él no entendió la pregunta.
Esteban Ordóñez | Ctxt | 18/01/2017
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