Muchas grandes
corporaciones están íntimamente ligadas a la personalidad de su gran
patrón a lo largo de años o décadas. En caso de crisis, el máximo
responsable puede recurrir a cortar cabezas de los supuestos culpables
del escándalo para salvar la propia o, si la cosa no es tan grave, a un
cambio de imagen corporativa.
Sólo cuando la crisis alcanza niveles de
catástrofe, hay que tirar a lo más alto y pensar en lo impensable. Para
salvar a la empresa, es necesario que el presidente acepte la
alternativa de la retirada. Hay que crear un cortafuegos en lo más alto
de la cúspide de la compañía para que esta siga existiendo.
Eso fue lo que ocurrió en
junio de 2014 con el anuncio de la abdicación del rey Juan Carlos. La
idea de su dimisión era considerada antes absurda, demencial, para los
periódicos de Madrid. Los escribanos de la Corte sostenían que los reyes
no dimiten.
Unos meses antes, en el discurso de Nochebuena de 2013,
el monarca había dejado clara su “determinación de continuar
estimulando la convivencia cívica, en el desempeño fiel del mandato y
las competencias que me atribuye el orden constitucional”.
Los ecos de su accidente de
Botsuana no se habían apagado a pesar de su humillante disculpa al salir
del hospital. El cortafuegos trazado inmediatamente para salvarle se
había aplicado a fondo en el mundo político y periodístico, porque
“resultaría estrambótica la suposición de que el rey no tiene derecho a
unos días de asueto y ocio, cualquiera que sea la dureza de la crisis
económica”, en palabras de un editorial de El País.
Lo mismo se había hecho con
el caso Nóos, o mejor dicho, caso Urdangarin, el yernísimo que había
desarrollado una intensa actividad comercial propiciada por su presencia
en la nómina de la empresa Casa Real, SA, sus contactos con las
autoridades políticas posibles por estar casado con su mujer, y por las siempre discretas solicitudes de intervención dirigidas al rey para los casos más complicados.
La sentencia conocida este
viernes certifica que Iñaki Urdangarin se sirvió de “la influencia que
su posición institucional le procuraba, para mover la voluntad de las
Autoridades y funcionarios públicos de la Comunidad Autónoma Balear con
el fin de que se plegaran a su contratación”.
Si hay que creer al
veredicto judicial, Urdangarin consiguió todo eso sin que el rey Juan
Carlos y la infanta Cristina se enteraran de nada.
El cortafuegos se había
comenzado a construir mucho antes con ocasión de otro discurso de
Nochebuena en 2011 donde el monarca pronunció seis palabras que
sirvieron para tranquilizar la conciencia de los políticos y periodistas
que querían creer: “La Justicia es igual para todos”.
Se convirtió en el lema del cortafuegos, incluso cuando el fiscal
Horrach peleó con todas sus armas jurídicas, casi hasta burlándose del
criterio contrario del juez Castro, para impedir que la infanta fuera
llamada a declarar, inevitablemente como imputada.
Por más que se repetían esas
palabras, el efecto que pudiera tener acabó desapareciendo en la
opinión pública. En enero de 2014, una encuesta en El Mundo indicaba que
casi el 70% no creía que Juan Carlos I pudiera recuperar el prestigio perdido.
Sólo el 41% hacía un balance bueno o muy bueno de su reinado. A la
pregunta sobre el apoyo a la monarquía “como forma de Estado”, un 49,9%
se mostraba a favor, frente a un 43,3% que estaba en contra.
Esos
escasos seis puntos de distancia confirmaban que el cortafuegos de “la
Justicia es igual para todos” se había visto arrollado por las llamas.
Seis meses después, se produjo la abdicación.
La
estrategia no estaba completamente desconectada de la realidad. En 2013,
la Zarzuela comunicó a dirigentes del PP y del PSOE que la suerte de
Urdangarin estaba echada. Su condena era el desenlace necesario para proteger a la monarquía: “La
gente no entendería que Urdangarin se librase de todo esto sin pasar
por la cárcel”, dijo a eldiario.es un ministro del PP. “Urdangarin debe
caer para que la monarquía se salve”, comentaba un dirigente del PSOE.
Ese era el mensaje que
transmitía resignada la Casa Real. Pero el rey incluía un requisito
ineludible.
La “línea roja” era la infanta Cristina, decían los
políticos que sabían lo que pensaba el monarca.
A partir de la abdicación,
hubo que construir otro muro en torno al nuevo rey en el que las líneas
rojas de antes debían olvidarse, una vez más con el objetivo de proteger
la reputación de la monarquía.
Unos meses antes, la infanta
Cristina ya había tenido que prestar declaración como imputada ante el
juez Castro. El cortafuegos del fiscal Horrach no había resultado
infalible. Tocaba reconstruirlo, pero esta vez con materiales más
consistentes y dirigido no sólo contra Urdangarin, sino también contra
su esposa.
Se acabaron las ocurrencias contraproducentes, como el comunicado de 2013 con el que la Casa Real había mostrado su “sorpresa” ante
la decisión de Castro de imputar a la infanta, y su apoyo completo al
fiscal. El anterior rey había tomado partido en ese conflicto judicial,
un error que su sucesor no tenía ninguna intención de cometer.
El nuevo cortafuegos estaba
dirigido expresamente para impedir que la monarquía se viera alcanzada
por lo que ocurriera a la infanta que no se había enterado de dónde
salía el dinero que gastaba para sostener un elevado nivel de vida. De
inmediato, la Casa Real intentó explicar a los españoles la sutil
diferencia entre los conceptos Familia Real y familia del rey. Lo
primero era un hecho institucional que exigía la protección de
costumbre. Lo segundo, un hecho biológico molesto que en la Edad Media
se hubiera resuelto con métodos más expeditivos.
Felipe VI necesitaba algo más que juegos de palabras. Dejó a su hermana sin el título de duquesa de Palma
de Mallorca. Ella intentó hacerlo pasar por una renuncia voluntaria,
pero el monarca, a través de un comunicado de la Casa del Rey, lo negó y
envió un mensaje frío y cortante: “La única renuncia voluntaria que le corresponde a la Infanta es la de sus derechos sucesorios”.
Es lo que esperaba Felipe VI para que el cortafuegos quedara levantado a prueba de cualquier sentencia. Cristina
de Borbón no se dio por aludida y se negó a dar ese paso. Aún pensaba
que su marido era inocente y que la empresa no podía dejarla a ella
tirada.
La propia sentencia ha
terminado siendo el último cortafuegos: la infanta sólo es culpable de
estar enamorada de su marido. Sólo hay un culpable, repudiado desde hace
tiempo. La empresa, con un nuevo titular al frente, confía en mantener
su cuota de mercado durante muchos años más. Pero eso es ya otra
historia para la que quizá se necesiten otros cortafuegos.
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