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jueves, 19 de abril de 2012

Charla sobre la eternidad y la emigración por Wladimir Kaminer

Mi amigo Serguéi celebró su trigésimo primer aniversario con sus familiares y amigos íntimos.
Mi amigo Serguéi celebró su trigésimo primer aniversario con sus familiares y amigos íntimos. La ocasión me hizo acordarme de cuando yo cumplí treinta y un años, en el año, cargado de significado, 2000. Entonces parecía que mi vida, al menos la parte más aventurera, se había terminado. Pero me equivoqué: las aventuras comienzan en serio ahí. Mi amigo celebró su cumpleaños con un patético estallido emocional. Bebimos y filosofamos sobre la eternidad.


            «No, no, no, no quisiera vivir eternamente, convirtiéndome a ojos de mis contemporáneos en algo risible», filosofaba Serguéi. «Como inmortal rodeado de mortales, en cualquier sociedad respetable te convertirías rápidamente en espantapájaros. Nadie querría tener nada que ver contigo. Cuando quisieras que tus invitados se largaran rápidamente de casa, invitarías a un inmortal y le pedirías que explicase algo divertido de su vida. La fiesta se terminaría en diez minutos como mucho.» Así lo veía mi amigo.
            Yo estaba de acuerdo. Una vida eterna como anciano no podía imaginármela. Pero tener, por ejemplo, treinta años durante setenta años, eso bien que puedo imaginármelo. No ser un adolescente, sino un hombre más maduro, pero aún no frustrado por la vida, no un tío aburrido, sino un romántico todavía, sí, estaría bien. Y dije:
            «Si un poder superior me ofreciese dos opciones a escoger, la vida eterna o tener treinta y un años durante setenta años, escogería sin pestañear la juventud prolongada, no la eternidad. Sí, eso es lo que haría.»
            «Yo no», me contradijo Serguéi. «Una juventud así, a largo plazo, no está bien, incluso es algo un poco tonto si te pones a pensarlo. Cuando llegué a Alemania tenía veintisiete años, estaba solo y me valía por mi mismo. No tenía trabajo, ni familia, ni siquiera amigos que merecieran ese nombre, sólo una plaza como estudiante de administración de empresas, pero tenía que pagármela de mi propio bolsillo. Entonces pensaba: me conformaría con tener tranquilidad. Mi ejemplo era el hombre con barba de dos días que aparecía en el anuncio de televisión de la cerveza Jever. Una tarde tras otra se dejaba caer de espaldas en la arena de la playa con una botella de cerveza en la mano. Como yo, él estaba completamente solo, en el desierto de arena del norte de Alemania, sin atascos, sin amigos, sin compromisos, sin otra cerveza. Fue una de mis primeras impresiones de este país y durante mucho tiempo fue mi único amigo aquí. Tenía alquilado un piso de una sola habitación con cama y televisor. Todas las tardes encendía la tele y ahí estaba él casi siempre conmigo. Casi siempre. Muchas veces no pasaban el anuncio. Incluso dejé por algún tiempo la Hefeweizen y empecé a beber Jever, así de bien me caía el tipo.
            Teníamos muchas cosas en común, sobre todo esa actitud vital de un lobo solitario. En él veía a alguien que se perdía en sí mismo entre las dunas de arena. Ni dinero, ni maletas, ni alternativas. Estuve varias veces en Frisia oriental, también en Jever y en los pueblos de alrededor. Allí no había ni una sola duna. Pero eso no me decepcionó. Me sentía a pesar de todo unido espiritualmente al tipo que se dejaba caer en la arena. Nuestra soledad mutua nos convertía en hermanos: no teníamos ninguna beca, ningún buen trabajo, ninguna línea de crédito. La vida había llegado a su límite. Entonces lo conocí, ya lo sabes bien, me mudé, bueno, nos mudamos los dos juntos, no siempre me iba bien, pero lo que sentía por la vida ya era otra cosa. Y cuando miro hoy atrás, bueno, tengo seis años más, un segundo, nada más, con respecto a la eternidad. Pero han cambiado tantas cosas en mi vida, muchas incluso a mejor. Pero el tío de Jever sigue siendo el mismo, sigue cayéndose sobre aquella duna, con la misma botella en la mano, con la misma expresión vacía, con el mismo abrigo, y nada en su vida ha cambiado: ni mujer, ni hijos, ni amigos, ni ninguna idea de cómo seguirá aguantando la cosa.»

Wladimir Kaminer es escritor.
Traducción para www.sinpermiso.info: Àngel Ferrero



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