Ahora sí, queridos compañeros de viaje nacional, podemos decirnos, sin temor a realizarnos cortes menos profundos, que nuestra dignidad se está embadurnando en barro de desesperanza, de notable modorra virulenta. Resulta delicioso tomar el descanso dominical como familiar jornada de protestas y movilizaciones honradas, obligatorias; engullir la hostia colectiva y a otra cosa, deber cumplido. Así, se ha consolidado en menos de seis meses una trágica circunvalación semanal que comienza con rueda de prensa ministerial en viernes donde se calla más de lo que se otorga, un puñado de Reales Decretos en BOE de sábado por la mañana con entrelíneas punzantes y, para cerrar el círculo, las consabidas movilizaciones con todo el buen propósito de autocaridad, tan de espíritu social reconfortado pero… a la espera del siguiente machete vengativo.
Lo cierto es que los acribillantes datos macroeconómicos, las estadísticas descendentes en la confianza y las traiciones de los naturales traidores cada siete días son la consecuencia y el resultado de un aparente fracaso, pero a su vez vienen alcanzando el propósito de una rendición inmoderada de la mayoría ciudadana. En menos de seis meses, el Ejecutivo entrante ha alcanzado un nivel tan elevado de mentiras y aparentes contradicciones que, en lugar de haber incendiado las afueras del castillo del tirano gobernador, ha conseguido narcotizar a importantes bolsas de detractores confesos, así como de desapegar por completo el más mínimo asomo de duda de las huestes propias que, aún vigilando desde las torretas a cambio de míseras raciones, continúan fieles; tal vez por el mareo de esa indigestión irregular entre las primeras líneas de batalla, tan radicalmente hermosas en su rabia que consiguen alimentarse con penalizaciones médicas, segregación social y retorno a la gleva servil, que obtiene caridad en lugar de derechos. Algo más atrás, sirviendo la munición a pesar de la ruina energética, quedan las masas avergonzadas, con su papeleta a un lado de los ropajes a modo de servilleta áspera, relacionándose entre ellas como un gremio estigmatizado, ajenos ad eternum al valor de la dignidad que nos confiere poder tomar partido, hacer la elección correcta ó, a humanización pasada, rectificar sabiamente.
Esos euromaravedíes envenenados que se manejan en los mercados desabastecidos, llenos de trampillas donde comercian aquellos que no queremos ver pero que han tomado las riendas de la casa común, tienen olor a fértil óxido. Unos muy pocos realizan la repartición y, de este modo, regresan las jornadas de óbolo en lugar de la progresividad y la solidaridad, del retroceso dispuesto en aras a evitar todo aquello que suene a clases difusas, a ciudadanos de diferentes categorías. Lo que buscan, con meridiana precisión, es acogotar durante décadas el destino de lo creado, las herramientas en funcionamiento para disponer de lo que no es propio, ese retorno equitativo de lo entregado hacia los canales que hacen fluir salud para todos, educación para todos. De todos. Seamos más o menos pobres, más o menos modestos en nuestra colecta común, lo revertido debe establecer instrumentos fundamentales para hacer patria orgullosa, ciudadanía con mayúsculas. Actualmente, todos los que siempre hemos sabido ésto nos venimos concentrando en la plaza central en esos domingos nublados que anteceden a otra semana de injusticia abandonada, mientras desde las almenas acechan los cañoneros apuntando hacia el interior. Parece que no recordamos que, bajo los ropajes, camuflamos metralletas poderosas, armas de sangre y palabra que han derrumbado murallas mucho más elevadas.
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