Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


martes, 12 de junio de 2012

GIACOMO

Mi madre tuvo la secreta indecencia de morirse muy temprano. Al menos, así parecían entenderlo todos los miembros de una familia fruto de la emigración de Italia en tiempos de revuelta y miseria. Supongo que, de alguna manera, la muerte se entendía como una liberación. Y, mirando la torva actitud de mi padre, sus modales rudos y exigentes, que de golpe recayeron sobre mí, pude entender por qué mí madre habría hecho un sinuoso pacto con la huesuda y se hubiera pedido licencia anticipada.

Éramos seis hermanos y yo era la única mujer. Tenía 15 años cuando mi madre murió y el corazón tomado como una ciudad sitiada por los ojos azules de mi vecino, Luigi. Seguramente todo hubiera ido sobre ruedas si mi madre hubiese aguardado tres años más, pero, su muerte precipitó mi inminente casamiento a una extensa lista de innombrables.

Ahora, me debía a mi padre y a mis cinco hermanos varones, que asumieron con una pasmosa naturalidad, que mi vida dejara de ser vida y dejara de ser mía, para atenderles y que además, cosas de esta existencia, supongo, hayan creado cada uno de ellos, una manera diferente de recordármelo.

A escondidas (por que a vistas no se podía) lloraba en forma desatada la pérdida de mi madre y los despojos de mi vida. Reviví por entonces, su espalda encorvada prematuramente, su paso imperceptible por la casa, su sumisión, su magra ternura porque si la tuvo (cosa que no dudo), se le fue escapando por cada una de las grietas que la vida le fue abriendo en el corazón. Ahora que mi padre estaba detrás de mí, día con día, atosigándome, pude ver cuan egoísta autoritario y cruel podía ser, y me di cuenta de repente que ese frío helado que ahora me tenía en pie desde las 5 de la mañana, no lo había sentido pues mi madre se había encargado de ser pared y manta para que no lo sintiera.

La única excepción entre estos seis hombres, la constituía Giacomo, el hermano mayor. Él miraba en silencio mis ojos enrojecidos y las tempranas ojeras, y sacudía la cabeza con un resoplido de impotencia y furia, a partes iguales. Giacomo era el único de mis cinco hermanos por el cual yo hubiera dado la vida sin ninguna reticencia. Era un ser especial, de una pureza inadmisible en un mundo tan cruento. Él siempre estaba a la derecha de mi madre Triana, a pesar de que trabajaba y hacía bastantes sacrificios para poder aprender a leer y escribir, ayudaba sin ninguna vergüenza a mi madre en la cocina o el lavado, como si fuera la cosa más natural del mundo ante los improperios de mi padre que lo tachaba de “farfalla” que vendría a ser mariposón en este criollo ambiguo y las burlas de mis otros cuatro hermanos que llegaban a ser ostentosamente abusivas. A pesar de estos pesares, Giacomo seguía con sus tareas con la alegría y la firmeza que le daban el amor por mi madre a la que adoraba. Como además de todo, poseía una voz de tenor y un gusto por la música secreto y pertinaz, Giacomo nos alegraba la tarea cantándonos las canciones que lograba aprender de la vieja radio, boleros y tangos, milongas y arias, lo que fuera, salía de su garganta como un bálsamo para nosotras y, sospecho, que también para él. Su mayor victoria era, sin duda, ser el único que podía hacer que Triana se riera a carcajadas y probablemente también, el único ser que la comprendía secretamente. “Giacomo es un milagro”- repetía mi madre una y otra vez- “y los milagros son de Dios y no pertenecen a este mundo”. Nunca pude entender hasta poco después (y por mi causa) a que se referían esas palabras de mi madre, pero conste que eran de una verdad apabullante.

Cuando mamá murió, Giacomo se hundió progresivamente en una opacidad que resultaba escalofriante de presenciar. Nunca había visto a un ser humano lleno de luz, irse volviendo gris ante mis ojos. Sus cantos y sus cuentos se esfumaron de su boca, y permanecía con una mirada de plata sobre una servilleta, una mancha en el mantel o una gota que no remitía en el fregadero con una hondura de revelación hasta que una especie de espanto le sacaba del trance. Giacomo se sostenía en mí. Pareció ser que, desaparecida mamá, el se sentía más unido a mi que al resto de la familia, quizás porque de golpe ambos nos dimos cuenta que la ida de Triana había tenido para nosotros el peso de la hecatombe.

Giacomo continuó cooperando con las tareas del hogar, ahora me ayudaba a mí, aunque debo confesar que sin la alegría que antes ponía en cada detalle y en nosotras, y que solía refrescar todas las paredes de la casona vieja. Una tarde mientras arreglábamos el jardín le conté que papá había dado por imposible mi matrimonio y me había prohibido las relaciones con Luigi o con cualquier otro. Entonces él, se quedó varias horas dando vuelta la tierra y plantando geranios y rosas, hasta que vio entrar a nuestro padre. Se levantó de golpe, cruzó la antigua casa en tres zancadas y se enfrentó a mi padre:

- Briana se casa cuando termine el año de luto y dentro de seis meses retoma las visitas de Luigi, como corresponde- le espetó a mi padre sin el más mínimo atisbo de reparo o timidez.
- No- contesto mi padre- de ninguna manera, Briana se queda en la casa y cumple las funciones que le tocan por ser la única mujer. Ya le llegará su hora.
- Briana se casa cuando termine el año de luto-repitió mi hermano, ahora con una firmeza inusitada- y no se habla más. Si necesita el permiso de un adulto, tendrá el mío. Usted no tiene derecho a arruinarle la vida.

Mi padre lo miró con gesto de tirano apoteósico, con la cara color granate y con unos gritos que atravesaron varias paredes y patios y jardines gritó:

- NO!! Ella se queda y nos atiende como corresponde a cualquier mujer decente, y tu bastardo inútil, maricón te vas yendo de la casa….Maldigo la hora en que permití que Triana te metiera dentro de esta casa, después de que la perdida de tu madre, sea quién sea, te hubiera dejado en pleno invierno envuelto en un par de frazadas en el patio de la casa…Maldigo la hora en que permití que te cuidara y en que yo accedí por consejo del maldito sacerdote, Dios lo tenga en el peor agujero posible, adoptarte para que el Cielo viera con buenos ojos esta acción y nos mandara hijos de verdad y no basura rejuntada de la calle!!!

Pocas veces vi caer un rayo sin que no hubiese tormenta alguna, y la primera vez fue en esa noche funesta en que mi padre le escupió en la cara a mi hermano su origen que hasta el momento nadie sabía. Todos quedamos petrificados de asombro, helados de desconcierto, ante tamaña verdad mientras yo podía sentir como el alma de mi hermano se quebraba bajo esas palabras como el cristal bajo el peso del frío.
Mi hermano se fue esa misma noche y se refugio en una casucha de lata y cartón a unas cuadras de nuestra casa. A escondidas, vecinas, amigas y yo le llevábamos una comida que no comía y que compartía con los otros desgraciados habitantes del bien llamado Barrio de la Lata. A pesar de una tristeza insondable y ya inamovible, él se encargó de pedirle a Luigi que me esperase el tiempo necesario y apadrinó visitas clandestinas, unión de manos en los zaguanes y caminatas por la playa.

Mi hermano dejó el trabajo y sus ganas de aprender a leer y a escribir, también abandonó su amor por la música y sus cantos, hablaba poco y nada y se sumió gradualmente en un desgano de la vida que no logramos revertir quienes lo amábamos lo suficiente como para sentir su dolor en nosotras.

A los 18 años, me fui de casa y me casé, a escondidas, bajo la valentonada de mi mayoría de edad. Era diciembre y Giacomo fue mi testigo, con un jazmín en el ojal, junto a un transeúnte asustado que accedió a regañadientes ante la vista de ese hombretón alto, de ojos de plata, con una barba de años, la piel color de ceniza y el alma muerta.

De más está decir que me casé bajo un montón de maldiciones que se dijeron a mis espaldas. Al irme mi familia me condenó.

Cuando el juez nos declaró marido y mujer y pudimos darnos nuestro primer beso, Giacomo le tomó las manos a Luigi y las unió con las mías, y le dijo:

-Espero que sepas hacerla feliz, que gente desgraciada ya hay mucha en esta familia.

Luigi asintió más perplejo que consciente de lo que había prometido y mi hermano se alejó por donde había venido, dejando el aire saturado con el olor inconfundible de los jazmines que lo cubrían y me cubrieron en ese día inolvidable.

Cuando estaba embarazada de mi primer hijo, y llevaba ya como seis meses de preñez, vinieron a decirme los extraños vecinos de mi hermano, que lo habían encontrado inconsciente, tirado en el piso de su rancho y que lo habían llevado a un dispensario. Fui hasta donde estaba, luchaba por hacer entrar aire en su organismo y un médico, distante y asqueado me notificó que la tuberculosis había acabado con sus pulmones y que ya no había nada que hacer.
Me quedé a su lado y le conté de la vida que crecía dentro de mí y que sería su ahijado si tenía la fuerza de vivir. Le dije cuanto lo quería, y la mayoría de las cosas que durante toda una vida me callé, hasta me di el gusto de decirle:

-De puro orgullo deberías vivir, para sobrevivir al hijo de puta que te destrozó la vida a ti, a mamá y a mí, para que cuando le toquen las trompetas puedas estar ahí sonriéndole tranquilamente.

El abrió los ojos, sus ojos de plata, ya apagados, y simplemente dijo:

-Briana, hace años que estoy muerto.

Falleció pocos días después, aferrado a mi mano y con el rosario de madreperla de mamá en la otra, con el cual le dí sepultura.

Los vecinos que lo querían bien, contaban su historia a todo el que quisiera oírla, y aseguraban que esa muerte era fruto de las maldiciones del viejo Tomás, mi padre.

No sabía por entonces, que esas maldiciones serían tan pertinaces que se seguirían llevando seres inocentes aún muchos años después de que Tomás, ya no estuviera en este mundo.

LOS TRAPOS SUCIOS (1)

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