Debería haber alguna normativa que impusiera a los políticos la obligación de prenderse una etiqueta avisando de su fecha de caducidad, pero con la mayoría sería inútil, porque su palabra vale menos que la saliva que gastó en formarla y se pudre antes de tocar el suelo. La mentira es su hábitat natural; nacen, crecen, se reproducen y mueren entre embustes, así que no es casualidad que a los pasillos del Parlamento, ese lugar donde se propagan rumores y se hacen negocios, se los llame mentideros.
El uno de noviembre los norteamericanos celebran Halloween entre calabazas iluminadas, rondas de pasteles y recuerdos de fantasmas, pero a nosotros este año nos basta con un cartel electoral del PP para acordarnos de todos nuestros muertos. La cultura española siempre fue un poco necrófila, pero no tanto como para poner a un enterrador profesional al frente del Ministerio. Este año la foto del ejecutivo es una postal de Halloween, desde la barba polvorienta de Mariano hasta la escalofriante mantilla de Cospedal, desde la sonrisa vampírica de Montoro hasta la calva funeraria de Wert, por no hablar de Gallardón, que parece que durmiera boca abajo en la cripta de un castillo.
La familia Adams al completo, con todos los primos y cuñadas, los alcaldes y arzobispos, más una postal del Caudillo presidiendo el velatorio. Ora pro nobis.
Están muertos, sí, pero ya lo sabíamos. Aquí al menor descuido los cadáveres resucitan, se levantan como la carroña del Cid a caballo o la momia de Franco en las estatuas y en las esquinas de ciertas calles. Es lo malo de vivir en un país de milagros, que pones el reloj en hora con Europa y te atrasa seis décadas, cinco en Canarias.
Aquí el uno de noviembre nunca hubo nada que celebrar porque los muertos ya están por todas partes, salen por la tele, dan discursos y presiden desfiles.
Desde La Moncloa a la cola del paro. Llega a nacer George A. Romero en Albacete y tiene que dedicarse al NODO.
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