Nos fastidia la Navidad pero necesitamos la Navidad más que nunca. Nos gusta trasnochar, pero necesitamos muchas mañanas, soñar como posibles muchas auroras todavía. Necesitamos una nueva vida, experimentar otra manera de gestionar la vida. La verdadera experiencia es siempre un sacrificio de la unilateralidad; es una recepción de la semilla creativa en la vasija de lo femenino, ya sea en un hombre o en una mujer y, habitualmente, el principio de una larga nutrición, una paciente espera de un nacimiento oculto. Un “Hágase en mí según tu palabra”.
La utopías de la oralidad (habrá de todo lo bueno en el paraíso) superadas por las de la prenatalidad: goce a-corporal del intelecto, de las satisfacciones objetivas a las pre-objetivas: cuerpo sin órganos: bienaventuranza en la presencia y constante reconocimiento de Dios. ¿Será por eso por lo que muchos nos defendemos de nacer de nuevo? Por lo que imitamos al silencio con una interminable conversación. Ninguna salvación es posible fuera de la imitación del silencio. Pero nuestra locuacidad es prenatal. Raza de charlatanes, espermatozoides verbosos, estamos químicamente unidos a la palabra.
Con lo de la Navidad cada uno celebra o llora lo que puede. Nietzsche: “¡Casi dos mil años y ni un sólo Dios nuevo!” Cuando ponemos un número a los años lo recordamos. Dionisio el Exiguo (que desconoce el 0) acostumbra a fechar los acontecimientos ad urbe condita, a partir de la fundación de Roma. Así pues sitúa la fecha del nacimiento de Cristo el 25 de Diciembre de 753 a.u.c. A continuación fija el comienzo de la era cristiana ocho días más tarde, el 1 de Enero de 754, el día de la circuncisión de Cristo, que tenía ocho días.
Y si seguimos con el mismo cuento, con el mismo contar es en parte porque con cada Navidad sólo acertamos a dar a luz a un nuevo año monstruoso, a una manera de gestionar la vida más informada e inteligentemente asesina que la anterior. Vemos la Navidad como la contrarrevolución, como algo kafkiano, como una burla irónica a repetir por las mismas fechas. Kafka caracterizó sus escritos como "un abandono de la fila de los asesinos" y como "una observación de los hechos" desde aquel lugar donde vuelve a ser posible "vacilar ante el nacimiento".
Cuando la noche deja de alargarse celebramos la Navidad, el nacimiento de un nuevo año divino. Las leyes de la conciencia que decimos nacer de la naturaleza, nacen de la costumbre. Cada uno tiene en interna veneración las opiniones y costumbres aprobadas y aceptadas en torno suyo, y no puede desprenderse de ellas sin remordimiento ni ejecutarlas sin aplauso. Antaño, cuando los cretenses querían maldecir a alguno de los suyos, pedían a los dioses que les enviaran alguna costumbre. Pues el principal efecto del hábito es apresarnos de tal modo, que no nos deja apenas lugar para razonar y discurrir sobre sus ordenanzas.
Las costumbres que nos han hecho suyos configuran nuestra cultura. “Cultura” es todas las prácticas que cumplimos sin creer verdaderamente en ellas, sin “tomarlas en serio”, como el árbol de Navidad. ¿No es esta la razón por la cual la ciencia no forma parte de la cultura: porque es demasiado real? ¿Y no es también la razón por la que rechazamos a los creyentes fundamentalistas y los consideramos “bárbaros” anticulturales y una amenaza a la cultura porque se atreven a tomar en serio sus creencias?
Si la Navidad no nos hace nacer a un nuevo mundo es porque no queremos enfrentarnos a lo que nos falta. Sólo cuando ya no quede oxígeno en nuestro mundo nos haremos con otro, algo así será la catástrofe que tiene que dar a luz a nuestros sucesores. La más temprana experiencia humana es la carencia. Carencia de oxígeno, que ciertamente activa el mecanismo respiratorio, pero no sin un sentimiento de asfixia. La segunda sumirse en el olvido: dormir por vez primera, como todas las venideras, es “regresión al estadío de mágica omnipotencia alucinatoria en el cuerpo de la madre”. Dormir es sucedáneo de prenatalidad. Cada uno se defiende con sus sueños de “nacer” a un mundo de deseos imposibles de cumplir: se defiende de despertar.
por francisco sanz
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