Que el PP valora el silencio es una evidencia palmaria. Rajoy, por
ejemplo, es una persona lacónica, sucinta y escueta. Si se le pregunta
por la contabilidad B de su partido puede enmudecer durante largos
períodos de tiempo o, en su defecto, acuñar frases antológicas del
estilo “la segunda y tal” que es la versión moderna del “a otra cosa,
mariposa” pero sin rima. El mutismo es tan apreciado por el Gobierno
que en su búsqueda incesante ha llegado a preparar una ley de Seguridad
Ciudadana tipo punto en boca, cuyo complemento necesario es la
regulación del derecho de huelga que ahora se nos anuncia.
La
iniciativa se ha suscitado después de que una huelga, la de limpieza en
Madrid, haya evitado pese a todos sus inconvenientes y a la estulticia
de la alcaldesa el despido de más de mil operarios y, paralelamente,
haya revitalizado el papel de los sindicatos. Tan estruendosa ha sido la
victoria de los trabajadores que el Ejecutivo ha tenido que darse prisa
en anunciar esta segunda ley de silencio, no fuera a ser que cundiera
el ejemplo y los llamados a ser carne del INEM se decidieran a alterar
esta paz de cementerio tan conveniente.
Es verdad que en España
se regula la huelga con un decreto anterior a la Constitución y que
ésta prevé que una ley orgánica habría de regular “las garantías
precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de
la comunidad”. Pero también lo es que el citado decreto fue convalidado
en 1981 por el Tribunal Constitucional y que toda la jurisprudencia
posterior ha llenado cualquier vacío.
Existe una relación
exhaustiva de cuáles son los servicios esenciales a preservar en caso de
huelga, desde la sanidad a los transportes y comunicaciones, pasando
por la producción de energía, agua o la higiene pública. Está prefijado a
quién corresponde fijar los servicios mínimos, cuál ha de ser su
porcentaje y a qué sanciones daría lugar su incumplimiento, incluidos
los despidos. A mayores, está prevista la figura del arbitraje
obligatorio, que faculta a la Administración para obligar a reanudar la
actividad laboral en caso de que el paro sea gravemente perjudicial para
la economía del país. Es obvio que regular sobre lo regulado sólo puede
pretender constreñir el derecho de huelga.
No ha sido el único
intento. La UCD, allá por 1980, elaboró un anteproyecto y llegó a
redactar un capítulo específico del Estatuto de los Trabajadores, que
finalmente fue aparcado. Igual ocurrió con un borrador que preparó el
Gobierno del PSOE en 1987, un año de alta conflictividad laboral, en el
que se incluían duras restricciones al ejercicio de la huelga. Cuatro
años más tarde se llegó a preparar una ley, que fue contestada por las
centrales con una código de autorregulación. De la negociación entre
Gobierno y sindicatos surgió un proyecto que fue debatido y aprobado en
el Congreso y tuvo luz verde del Senado. La disolución de las Cámaras lo
dejó en el limbo primero y en el olvido después.
La gran
novedad del texto era que obligaba a detallar en el plazo de un año, ya
fuera mediante acuerdos o laudos, los servicios mínimos aplicables a
cada sector y hasta las fechas en las que no podrían convocarse huelgas
por los trastornos que podría ocasionar a los ciudadanos y a la economía
nacional. Los sindicatos se avinieron al acuerdo por dos grandes
razones: la primera era evitar la fijación arbitraria de los servicios
mínimos, abusivos en muchos casos, y para los que sólo cabe acudir a los
tribunales y esperar años a que te den la razón, algo que sigue
ocurriendo en la actualidad; la segunda, desactivar a sindicatos
corporativos del estilo del Sepla.
Conviene en este punto
recordar cuál ha sido la posición de la CEOE, que nunca vio urgente
regular la huelga salvo ahora, en la confianza, o más bien en la
certeza, de que el PP lo dejará todo atado y bien atado para sus
intereses.
Báñez, auxiliada como viene siendo habitual por la
Virgen del Rocío, a la que se encomienda ante las dificultades, ha
iniciado ya los contactos con UGT y CCOO para advertirles de lo que les
depara. Al Gobierno le gustan las mayorías silenciosas y los ciudadanos
callados y quietos. La contrarreforma avanza a la chita callando."
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