El fenómeno Podemos: sobre gatos, ratones y sentido común
Durante la mañana del domingo 25 de mayo recibí un mensaje en el móvil. Se trataba de una persona cercana que me pedía el enlace del vídeo de "los ratones". Pretendía enseñárselo a sus padres en un último intento para convencerlos de que no votasen en blanco. El día siguiente, a la hora del café, un conocido me confesaba que por primera vez se sentía liberado de las ataduras del voto útil y había dado su apoyo a quien realmente quería. A última hora de aquella jornada coincidía con dos amigos que estaban discutiendo sobre los resultados de las elecciones. "¿Pero qué va hacer 'el coleta' cuando llegue a Europa?, yo prefiero votar al PP sobre seguro", argumentaba uno de ellos.
Mordiéndome la lengua para no hacer un chascarrillo acerca del "sobre seguro", me limité a preguntar al aún votante popular si se sentía feliz con sus condiciones laborales. La obvia respuesta de alguien que hace años que no sabe lo que es un aumento de sueldo, que prolonga diariamente su jornada laboral sin cobrar más por ello, a quien sus jefes tratan como si de un favor le estuvieran haciendo por permitirle trabajar, me permitió ahondar en sus contradicciones. "¿Y a quién crees que votaron ayer los dueños de la empresa para la que trabajas?".
Desde la más simple lógica es inconcebible que explotados y explotadores vayan de la mano, apuesten los las mismas fuerzas políticas, compartan más intereses que el aire que respiran. Al fin y al cabo, de eso se trata la fábula de los ratones que con tan magnífica maestría contase Pablo Iglesias en un mitin de campaña. De la incongruencia de que una mayoría explotada confíe su gobierno a la minoría que los explota. Del país de los ratones que votaban a los gatos como gobernantes. Gatos negros, gatos blancos, gatos moteados. Siempre gatos.
Ya venía siendo hora de que, tan siquiera, los ratones aspirasen a ser dueños de su propio destino. Por supuesto que siempre ha habido personas y organizaciones con sinceros deseos de que aquello fuese una realidad, sería injusto no reconocerlo, pero han pecado o bien de una completa incomprensión de los mecanismos que mueven a las masas o bien, lo que es peor, de un molesto complejo de inferioridad.
El gran mérito de Podemos no ha sido el gesto contable de haber conseguido
cinco eurodiputados en apenas cuatro meses de existencia, sino el haber
hecho mella en el sentido común -en su acepción gramsciana-,
hegemonizado hasta ahora por los grandes poderes, según el cual hay que
votar "sobre seguro" o, lo que es lo mismo, a los partidos del régimen;
que arriesgar apoyando a fuerzas de izquierda implica que los grandes
empresarios se enfaden y nos pongan las cosas aún peor; que es mejor
desentenderse de la política que, para eso, hay quienes piensan por
nosotros.
En una situación de emergencia social como la que
actualmente vivimos, el único camino posible para revertir la situación
pasa por canalizar el descontento generalizado con las políticas que las
mayorías llevamos sufriendo. Políticas lesivas para las mayorías, como
las limitaciones de velocidad para los ratones de la fábula, que los
convertía en presa fácil de los gatos. Llamémoslas recortes,
flexibilidad laboral, subidas del IVA. Ataques a los derechos en una
suerte de guerra de baja intensidad no declarada, pero llevada a cabo
unilateralmente por los gatos de la fábula y los grandes poderes en la
realidad. Esto se llama lucha de clases, aunque la mayoría aún no se
haya enterado de ello.
Podemos ha sabido señalar al enemigo, esa clase antagonista que
empieza a ponerse nerviosa y cada día que pasa lanza nuevas
descalificaciones contra los promotores de esta iniciativa ciudadana.
Por
eso, cuando los personajes de la casta política -los gatos de la fábula
que
gobiernan para los gatos- acuden a los púlpitos de los medios de
comunicación para tachar al proyecto Podemos de utopía regresiva,
lepenista o, simplemente,
friki, evidencian su temor al derrumbe de sus particulares
torres de marfil, asentadas sobre décadas de conformismo y sumisión,
debido a un potencial cambio de mentalidad fomentado por movimientos
como Podemos. No obstante, volviendo a
poner los pies en el suelo, no hay que olvidar que, en estos momentos,
lo más revolucionario posible es ahondar en ese cambio de mentalidad
para que
rompa los tabúes, mitos y falacias en los que se apoyan los poderosos
para mantener sus privilegios.
Al menos, la chispa de
ilusión ha prendido en mucha gente, cosa que me confirmaba un votante de Podemos cuando me confesaba
que no había sentido tal ilusión con unas elecciones desde la época de
Felipe González, allá por 1982. Le tuve que recordar que una sutil diferencia entre
Podemos y el PSOE de los ochenta es que, mientras los socialistas fueron
financiados por algunos poderes alemanes, los primeros recurrieron
exclusivamente al apoyo de sus simpatizantes.
Nos encontramos ante el enésimo intento de las clases populares de
arrebatar a los poderosos sus privilegios, su capacidad de decidir sobre
nuestros destinos. Podemos ha nacido con vocación de convertirse en
instrumento de politización de aquella gran parte de la ciudadanía que
se declara apolítica, en el
revulsivo necesario para que el espíritu de las mareas cívicas o el de
los
movimientos vecinales como Gamonal impregne al resto de la población.
Quizás nos encontremos ante la oportunidad de articular a la sociedad en
torno a los valores de libertad, igualdad y fraternidad en su
concepción más humana.
La moraleja de aquella fábula es que la alternativa es la barbarie, como
amenazan las opciones totalitarias en otros estados en Europa. O los
ratones se hacen dueños de su propio destino, o vendrá finalmente alguna
rata extremista al servicio de los gatos para sumir al pueblo en la
intolerancia y la opresión. Sirva Podemos como una vacuna contra
fascismos venideros.
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