Subversión de símbolos
Publicado el 15 oct 2013
Ideologías y lenguaje
En el año 2002, Jean Marie Le Pen, representante de la ultraderecha francesa, obtiene casi un 17% de los votos en las elecciones generales. Después de 45 años de carrera política entre diputaciones, asambleas y fundaciones con un éxito cercano a la nada, obliga a Jacques Chirac, de la derecha moderada, a realizar un llamamiento de estado apelando al sentido común del votante, con el fin de evitar un resultado parecido o más amplio a favor del Frente Nacional en la segunda vuelta…Fue la época en la que se hablaba de un repunte de la extrema derecha en Europa, con Haider en Austria, y en los medios oficiales del sistema engrasaron la maquinaria para ofrecernos día sí y día también recuerdos de las barbaries nazis y diversos aniversarios de la WWII.
Los discursos de Le Pen y Haider eran similares: apuntaban a una especie de apadrinamiento de la clase obrera, se guardaron de recabar a pie de calle algunos de los problemas que más acuciaban al ciudadano medio, ofrecían soluciones concretas y entendibles por todos, y hablaban de los inmigrantes otorgándoles las propiedades de omnipresencia, omnipotencia y omnisciencia.
Esta percepción de ver al extranjero en todas partes, accediendo a todos los puestos de trabajo y haciéndose el dueño de los campos de fútbol en los parques, conectaba directamente con la del francés de clase humilde, que veía aumentar la población de argelinos, subsaharianos y marroquíes en el vecindario, muchos de ellos llegados de manera ilegal como sucede en otros países, incluido el nuestro.
Además de este oportunismo aplicado con astucia, ambos representantes dejaron claro que una de las claves de su lucha en la arena política pasaba por la apropiación del discurso de la izquierda o, más exactamente, por la subversión de aquellos símbolos que tradicionalmente representaban las políticas que “los otros” habían defendido durante largos años.
Sobre este respecto, el profesor e investigador de lingüísitca George Lakoff, en No pienses en un elefante (el símbolo de los republicanos USA), avisaba sobre esa usurpación del terreno que, sobre todo en la década de los 90, fue labrando la derecha norteamericana, aprovechando el crecimiento favorecido por un capitalismo que en su vertiente más radical venía asociado a su partido por el subconsciente de la masa.
Este subconsciente forma parte esencial del engranaje que acompaña a los diferentes estudios electorales, y gracias a los famosos think- tanks, puede llegar a alcanzarse una conexión sin precedentes con el mismo. En estas factorías de ideas se desarrollan encuestas de manera permanente, se procesan noticias, reacciones, valoraciones, y grupos de expertos analizan la evolución de los discursos en la opinión pública. Con estos procedimientos, importados directamente de las agencias militares de inteligencia, se proyectan las palabras e incluso las actitudes que el partido o el político de turno deberá poner en práctica para colar su tinglado, de manera que implique al máximo porcentaje posible de votantes sobre el total del electorado (si hay que hablar como ellos, se habla, y si hay que pensar como ellos, se piensa).
Aquí en Hispanistán, sobre todo a raíz de la derrota electoral experimentada por el PP en el año 2004, pudimos asistir a toda una legislatura en la que este partido, vía FAES y Real Instituto Elcano (principal fuente de propagación en nuestro país de las bases de la guerra contra el terror y las doctrinas de Huntington), procedió a una mutación de gobierno con mayoría absoluta disciplinario, incuestionable y jactancioso a partido acosado, censurado y victimista.
Aquellas propiedades de ideología perseguida que la izquierda había obtenido por su clandestinidad en los años de la dictadura, comenzaban a adjudicársele a los populares desde los medios afines al sector acebista del partido (el propio PSOE les sirivó en bandeja de plata la adopción de estas características con el famoso vídeo del doberman en las elecciones de 1996, que acabaron perdiendo).
Así pues, desde 2004 a 2008 se hablaba desde la derecha y sus organizaciones colindantes de acoso a la institución familiar, imposición de ideologías en los colegios, control absoluto socialista de los medios de comunicación, laicismo agresivo, e incluso se comparaban las reformas de la Ley del Aborto con prácticas nazis (cuando era Papa, Ratzinger también habló sobre laicismo agresivo. No obstante, para ilustrar esta agresividad no dudó en acudir a nuestra Guerra Civil y sus prolegómenos).
Es decir, desde la oposición se le asignaba un papel de dictadura con las típicas características del fascismo al Gobierno del PSOE, que entonces ostentaba el poder, incluyendo en los rumores no- oficiales la “posibilidad” de una conspiración tras el 11/ M que transformaría el resultado electoral en un golpe de estado encubierto.
Esta asignación de “Gobierno dictatorial” al rival, le ofrecía el papel de partido que luchaba por las libertades, la salvación del estado de derecho, y de ser el garante de las formas democráticas que debían reinar en el debate político. ¿No eran todas estas caracterísitcas típicas de la izquierda emergente en la democracia de los primeros ochenta? Y, aún más revelador, ¿no se observaba día tras día que, a pesar de la adopción de éste papel, las ideas no iban en la misma dirección?
Efectivamente, a través del lenguaje se pretendía subvertir la imagen tradicional de los símbolos de ambos partidos mientras el ideario permanecía estático. Así, las asociaciones perseguidas se manifestaban en contra de la homosexualidad, la salvación del país pasaba por dar pábulo a las ideas sobre un golpe de estado, en las páginas en contra de educación para la ciudadanía había enlaces al Opus Dei y los partidos de ultraderecha minoritaria, que acudían a las mismas manifestaciones con la bandera del pollo, defendían con pegatinas los derechos de la clase obrera.
Hace pocos años asistimos a una nueva vuelta de tuerca en esta subversión de símbolos. Por un lado, un Gobierno socialista aplica una serie de medidas que afectan tanto a los derechos de los trabajadores como a su poder adquisitivo. Se recorta el sueldo al funcionariado, se retocan las pensiones, se atrasa la edad de jubilación y la prohibición de fumar se endurece hasta límites sospechosos. El hecho de que estas medidas, o parecidas, se den en todos los países del mundo, sea el partido que gobierne de la derecha o de la izquierda (es decir, que los gobiernos nacionales pintan cada vez menos), a la hora de establecer el debate político poco importa.
Así es como vemos nuevamente a un partido de derechas que se dedica a poner en tela de juicio los recortes sociales y apela a los pensionistas, a los parados y, en definitiva, a todos aquellos que menos tengan, con el fin de acceder al poder en las próximas elecciones. La catarsis de esta dinámica se alcanzó con el conflicto de AENA y los controladores aéreos:
- Gobierno socialista obrero busca privatizar ente público.
- Comienzan a meter mano al salario de los trabajadores de ese ente, desmesurado a todas luces.
- Los controladores, en el techo salarial del país, afirman que son un colectivo objeto de una persecución.
Con esta base, se inicia un debate en los medios en el que todo está al revés. Personas que ganan 200.000 pavos anuales (o más) se ponen a hablar del subsidio de desempleo, del “dudoso socialismo” del gobierno del PSOE y citan a Niemöller y su poema contra la pasividad frente las tiranías.
Mientras, ese gobierno empieza a negociar con SERCO (multinacional suscrita por fundamentalistas cristianos, que gestiona el transporte público y hasta cárceles en UK) y otras entidades privadas la venta de AENA, al tiempo que lucha por implantar una ley atidescargas y la cesión del monopolio de los transgénicos a Monsanto (otra multinacional de biotecnología tan poderosa como temible).
¿Es ésto un gobierno de izquierdas? ¿Es el discurso de los controladores propio de un colectivo cuyo salario medio multiplica por 10 al de la mayoría de los trabajadores? Por otro lado, ¿no debería la derecha liberal aplaudir todas estas medidas, tan amiga de las privatizaciones como es?
Cuando se inician la subversión del discurso y la apropiación de las ideas del otro, se borran del terreno de juego las líneas que lo delimitan. Entonces no existen balones fuera y cualquier cosa es posible: de una contienda ideológica pasamos al delirio bajo sol del desierto. Esta peregrinación a través de la nada acaba por impregnarse en todas las áreas de la vida social, provocando situaciones de auténtica incomunicación tanto en los medios como en las relaciones, ya se den estas en el ámbito privado o en el espacio público.
¿Se han perdido las ideologías? ¿O es que ya no existe el marco propicio para su desarrollo? Deberíamos preguntarnos asimismo qué diablos pintan los gobiernos nacionales y para qué sirven nuestros votos. Pero esto sería comenzar una empresa difícil porque, en el fondo, estaríamos cuestionando la vigencia de las democracias, y por extensión, de muchos de los valores en que fuimos educados.
El desierto de lo real
No hay dinero para regar los parques. Y aunque así fuera, los nuevos espacios para el asueto asociados a zonas residenciales de reciente construcción, tampoco necesitan agua. El césped brilla por su ausencia, y en su lugar se ha añadido cemento, grava, arena, bancos incómodos y pequeños árboles rodeados de arbustos raquíticos. En verano resulta poco menos que un suicidio intentar atravesar de lado a lado cualquiera de estas zonas verdes…El lugar donde siempre se buscó la sombra aparece como un desierto, no existen fuentes para refrescarse, pues suponen un derroche innecesario de agua, y ahora tampoco se puede ni fumar, ni beber. La zona verde es gris, y el área que se nos vende como ideal para echar un rato se legisla como el patio de una cárcel, que visto desde lo lejos da la impresión de sitio desolado, yermo y sin vida alguna. No obstante, la cercanía al bloque de pisos correspondiente incrementa su valor en un más que interesante porcentaje.
Es el reflejo material del último capitalismo: bajo el argumento de la creación de riqueza, el sistema económico ha terminado por basarse en la escasez. De recursos de todo tipo, de puestos de trabajo, de poder adquisitivo… y finalmente esta austeridad soterrada (basada en “recortes” que conducen a obtener más beneficios) ha dirigido a los servicios, la educación, la sanidad y los diferentes espacios públicos hacia una erosión paulatina a la que nos vamos acostumbrando como si de un envejecimiento natural se tratara, asumiendo lo aséptico como símbolo de prosperidad.
Lo llamativo es que, con cada nuevo proyecto, la estética de esta escasez va aproximándose cada vez más a la del comunismo de la URSS y sus estados satélite. Aquella austeridad, el desarrollo de un urbanismo pragmático inducido por la funcionalidad de cada edificio, queda impecablemente calcado en los últimos complejos de oficinas, como pueden ser las Cuatro Torres aquí, en Madrid, o cualquier otro polígono de trabajo (o industriales) situado en las afueras de las ciudades.
Esta desertización del espacio público aparece como un sello de la casa en los diferentes países occidentales. Los grandes almacenes, las cadenas internacionales de comida rápida y los diferentes cajeros automáticos se asientan sobre monolitos de cemento armado, plagados de aristas puntiagudas y superficies pulidas, donde el ser humano se convierte en un turista accidental, apremiado por las prisas y la imposibilidad de permanecer más allá de lo estrictamente necesario en un entorno inhóspito y estéril.
La falta de personalidad de la estética comunista, que fue combatida a base de colores chillones y neón en la década de los 80, finalmente ha emergido como la sublimación del más reciente capitalismo liberal, ese que apela a la libertad individual mientras lo llena todo de cámaras, radares, prohibiciones y deuda.
El triunfo del fracaso
Atengámonos a rellenar los espacios en blanco de nuestra materia gris de acuerdo a lo que nos proponen los mecanismos sociales. Caminemos por la demarcación señalada que nos conduce en vertical hacia no sabemos dónde, pero en cumplimiento de las normas, deberes y obligaciones que nos han dicho que son las que hay cultivar para integrarnos en algo que tampoco sabemos muy bien qué es.Y si logramos destacar, mejor. Es decir, sobre todo, ganar pasta… “No es un buen síntoma estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”, nos decía Krishnamurti. Pero no es el tiempo de los sabios, ni de la visión a largo plazo. Aquí la cosa pinta como en la siguiente secuencia:
- Buenas notas en el colegio.
- Carrera de ciencias.
- Novi@ a la vista.
- Trabajo.
- Convivencia.
- Coche.
- Hij@s.
- Hipoteca.
Estos ocho elementos, a grandes rasgos, son los que se nos plantan de frente como fundamentales para la realización de cualquier humano que se precie. Pero, si tenemos en cuenta que la edad media de consecución de dichos objetivos debe rondar los 35 años, y que la esperanza de vida supera los 80, quedan 45 años de vacío que se abren ante aquel que, satisfecho, ha sabido escalar hasta la cumbre de la integración social.
¿Qué hacer ahora? ¿Educar a los hijos? ¿Buscar aficiones? ¿Hablar de impuestos y tarjetas de crédito con otros en la misma situación? Todas estas obligaciones se llevan a cabo con alegría y esperanza, cierto… Pero ¿durante cuánto tiempo? Observar a los matrimonios de padres y madres que acuden a los colegios podría revelarnos un diagnóstico:
Infantil (3- 5 años):
La pareja va con su churumbel el primer día de clase, los tres cogidos de las manos, repeinados, sonrientes.
Primer ciclo de primaria (6- 8 años)
El pade o la madre deja a los niños en el coche que mejor le venga a cada cual, según el día…
Segundo ciclo de primaria (8- 10 años):
Primer suspenso en inglés. Parece que hay problemas con la lengua. Primera discusión sobre qué hacer con el chaval.
Tercer ciclo de primaria (10- 12 años):
Siguen los problemas en inglés, tiene desordenado el material y no atiende. Los padres le preguntan a la canguro que cuándo hace los deberes. Cambian de canguro: faltaría más…
Primer ciclo de secundaria (12- 14 años):
Batacazo en las notas. La madre acude a hablar con el tutor, ojerosa. No sabe qué hacer, y el marido trabaja demasiado, porque no hay dinero en casa.
Segundo ciclo de secundaria (14- 16 años):
Tras el divorcio, ambos hermanos perdieron el norte. El mayor repitió y el segundo muestra graves faltas de respeto y va a una terapia. Según el padre, que está con paroxetina, odian al novio de la madre. Según la madre, que le pega al litio, el padre no pasa la pensión. Y ambos se repiten una y otra vez a sí mismos la eterna pregunta: ¿dónde están aquéllos bebés?
¿Cómo es posible tanta insatisfacción? ¿De qué manera la infelicidad se estableció en la vida de aquellas personas que creían haber logrado llegar a la cima? Tener bebés es una maravilla, un regalo de la naturaleza. Pero como todo, este es un estado transitorio, y entre las balizas de señalización del camino que escogieron los padres no había ninguna que explicara cómo son los seres humanos en su esencia.
Así brotan como hongos las terapias de grupo, los libros de autoayuda, las promesas de cambio de hábitos, la medicación a perpetuidad, y otras costumbres incluso menos saludables pero con el mismo origen: la falta de conocimiento. De uno mismo, del mundo que nos rodea, de los hijos… Es por ese motivo que, aquellos 45 años que se muestran por delante después de obtenida la hipoteca, aparecen como un precipicio insalvable, la gran sima de la que nunca nos hablaron los anuncios, los bancos, los concesionarios de coches, ni la agencia tributaria: el hombre frente a sí mismo.
¿Qué es verdaderamente el triunfo? ¿Acaso el malestar cotidiano representa que hemos logrado realizarnos? Para el sistema, sí. Pero lo evidente es que ese mismo sistema, como nos dice Richard Senett, se nutre de la corrosión del carácter; es su manera de transformar nuestra energía en beneficios. Es posible, por tanto, que haya llegado el momento de replantearnos el concepto de fracaso y triunfo, y cómo derivarían de ese planteamiento las relaciones entre hombres y mujeres, por ejemplo…
El fantasma de la libertad
En 1974, cuando ya es un mito del arte y la subversión, Luis Buñuel dirige su penúltimo largometraje, Le fantôme de la liberté. La idea principal se construye en torno al azar, de manera que las situaciones a las que asistimos apenas guardan relación entre sí. Como ya hiciera Hitchcock en Psicosis (1960), la narración lineal a la que está acostumbrada el espectador se quiebra, esta vez de manera mucho más evidente, por lo que el visionado quizá requiera un extra de atención.Imaginemos una película, por ejemplo, Goodfellas (Scorsese, 1990). La cámara sigue al protagonista por una calle, y en esa calle hay figurantes caminando, leyendo el periódico… ¿Quiénes son? Poco importa, están ahí para darle cuerpo a la secuencia. Pero ¿qué pasaría si, de repente, la cámara se quedara tiesa, se fijara en uno de ellos y, acercándose, empezara a ofrecernos detalles de su vida?
Esto es lo que ocurre en El fantasma de la libertad. Buñuel nos introduce en las cosas de la gente anónima, personas que, detrás de puertas que se abren y cierran, esconden sus juegos sexuales, sus frustraciones, su amor y su odio, sus recuerdos y sus alegrías.
En aquel hotel perdido en una carretera nos encontramos el romance de una mujer de edad incierta con un joven, un respetable hombre de negocios que se aplica al sado rutinariamente, un hombre tocando flamenco a la guitarra, unos monjes en una timba de cartas… Después, en la academia de policía, los alumnos se burlan del capitán como si fueran niños y, en otra escena, un hecho histórico: los españoles, en lugar de recibir las ventajas que les ofrecía la Revolución Francesa, preferían continuar sometidos al Rey y la nobleza (cuenta Buñuel en una entrevista). De ahí que la película comience con el grito que aquellos “rebeldes” lanzaban al invasor gabacho: ¡Vivan las caenas!
En toda esta sucesión azarosa de historias hay una que destaca por su poder visual. En una casa, los invitados se reúnen en torno a la mesa del comedor sentados en retretes. Es decir, que el acto de defecar y/ u orinar se lleva a cabo de manera social. En un momento dado, alguno de ellos se levanta, acude al servicio y allí, en la intimidad, empieza a comerse un muslo de pollo. Gracias a la naturalidad con la que los actores se desenvuelven, la secuencia alcanza unas cotas de surrealismo sólo posibles para el genio del maestro de Calanda.
Con este film, una vez más Buñuel se adelantó al devenir de la Historia. Unió con imágenes el caos, dio protagonismo al azar y puso en escena aquello que hoy se ha convertido en rutina: si la derecha adopta el papel de defensor de los pobres, el panadero tiene un descapotable, el broker viste como un rapero y los bancos atracan a los ciudadanos, es que hemos llegado por fin al universo surrealista de símbolos invertidos que El fantasma de la libertad anunció hace casi cuarenta años
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