Ayer, día de reflexión electoral, decidí levantarme temprano, y tras
el preceptivo desayuno, me senté en el sillón donde suelo meditar cuando algo
importante se avecina. Previamente había puesto en mi equipo de sonido un disco
–Conversations with my self– que a veces me sirve de ayuda antes
de tomar decisiones. Se trata de una obra maestra del intimista Bill Evans,
en la que el pianista conversa consigo mismo a través del piano,
lanzando sugerencias en forma de melodías a las que él mismo responde en una segunda
grabación.
El resultado del ensamblaje de ambas pistas dio lugar en 1963 a un magistral e hipnotizante diálogo, hoy considerado como unos de hitos discográficos de la historia del jazz.
El resultado del ensamblaje de ambas pistas dio lugar en 1963 a un magistral e hipnotizante diálogo, hoy considerado como unos de hitos discográficos de la historia del jazz.
Mientras Bill Evans flotaba en el ambiente de mi salón, me puse en la
tarea de repasar el contenido de un montoncito de sobres –casi doce centímetros
apilaban para mi sorpresa– que había acumulado las dos últimas semanas conforme
llegaban a mi buzón durante la campaña electoral.
Apenas habían transcurrido diez minutos cuando di por concluida mi
tarea, al tiempo que experimentaba tres profundas decepciones que me impulsaron
a tirar los sobres y su contenido –excepto una solitaria papeleta– al cubo de
reciclaje de papel y cartón de mi cocina.
La primera decepción fue comprobar que los partidos políticos conocían
perfectamente mi nombre y mi dirección y me pedían que que les votase cuando
durante años, entre campaña y campaña electoral, me ignoraban por completo.
La segunda surgió al caer en la cuenta del inmenso gasto que habrá
supuesto tan gran dispendio en papel y en esfuerzos, sólo para incitar a los
más débiles a que tomen una decisión de voto que nuca debería surgir del
contenido de un buzón de correos y, para más inri, mezclada con cartas de
bancos y alguna oferta de comida china a domicilio.
La tercera decepción fue mas bien anecdótica, pues conforme abría los
sobres enviados por el Partido Popular –olvidaba decir que cada partido
depositó en mi buzón varios sobres con papeletas, todos a mi nombre como si
pudiera votar varias veces– no negaré que albergaba la ilusión de encontrar en
su interior un fajito de billetes de quinientos euros, anhelo que al final
quedó en nada como era de suponer.
Dejo constancia de que hoy pienso ir a votar, aunque sólo sea por
cumplir con la ilusión de poder botar algún día a quienes viven del
cuento, en gran parte, gracias a los millones de desencantados que nunca votan.
Buenos días electorales, y buena y democrática suerte a todos.
Alberto Soler Montagud
Médico y escritor
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