Hace unos días,
los flamantes reyes tomaron el AVE para trasladarse a Valladolid y la
prensa amiga se apresuró a jalear la noticia como un paso más hacia la
campechanía histórica. Un redactor argentino no tuvo el menor empacho al
escribir que los reyes iban sentados “en un vagón de primera clase en
el que viajaban otros españoles”. El estupor republicano y sudamericano
que trasluce la sintaxis de la frase se corresponde con la ingenuidad de
la fotografía que la adorna:
una escena en la que Felipe VI, despojado de chaqueta y corona, observa
la mesa de trabajo donde se despliega un arsenal de agendas, portátiles
y tablets.
En
efecto, hay que frotarse mucho los ojos. Porque es precisamente la
normalidad de la foto lo que irradia anormalidad a patadas, ya que por
ningún lado se vislumbra el aparato, el protocolo, el boato, los
guardaespaldas, los correveidiles y todo el formidable y complejo
séquito que forzosa y naturalmente acompaña cualquier aparición
borbónica. Para hacer la foto más campechana todavía, el fotógrafo podía
haber pedido a Felipe que se despojara de los zapatos y charlara
tranquilamente en calcetines, algo habitual entre los ejecutivos de
primera clase e incluso entre los que sólo pueden permitirse viajar en
turista.
Con todo, esta moderna y espontánea estampa de monarquía ferroviaria
poco puede hacer frente a la sospecha, leve pero insistente, de que la
justicia en España se detuvo en el siglo XIX. En un cuadro al óleo, para
ser exactos. Aunque Felipe VI hubiera puesto sus reales pinreles sobre
la mesa, mostrando el dedo gordo del pie a través de un primoroso
tomate, y Letizia estuviera cortando lonchas de salchichón sobre una
tabla para convidar a los demás pasajeros al estilo Alfredo Landa,
difícilmente habrían podido disipar los efectos paranormales de esta
justicia cortesana que viaja en diligencia y es pasmo y asombro de toda
la jurisprudencia occidental.
Por ejemplo, el aforamiento a marchas forzadas del anterior monarca
presupone tantas amenazas para su seguridad, y tan tenebrosas, que más
que un blindaje judicial deberían proporcionarle al pobre hombre una
nueva identidad en alguna gasolinera de Albacete, como a los testigos
protegidos del FBI. En cuanto a la ex infanta Cristina, degradada a
hermana del rey, la están defendiendo con uñas y dientes una verdadera
pléyade de caballeros andantes entre los que destacan su abogado Roca,
su fiscal defensor Horrach, su fiscal de guardia Torres-Dulce, su
presidente de la Tabla Redonda, Mariano Rajoy, e incluso los bedeles de
la sala, si hicieran falta, que parece que no van a hacer.
Por supuesto, todos ellos están convencidos de la inocencia previa de la
ex infanta –aunque a Mariano le han sugerido que mejor no insista
mucho, que antes también apoyó a Bárcenas y a Matas y les fue aun peor
que a la selección. En cualquier caso, es increíble la tozudez y el
desparpajo del juez Castro, que sigue erre que erre, sin enterarse de lo
que les ocurre en este país a los magistrados que se salen del tiesto y
se ponen a imputar a lo tonto a banqueros y a jefazos políticos, como
si esto fuese una de esas repúblicas bananeras donde un juececillo tiene
el cuajo de ordenar el arresto a un ex presidente y luego lo interroga
durante quince horas como si fuese un quinqui. Ya sólo falta que Castro
tome ejemplo de su hermano y la mande ir al banquillo en autobús.
David Torres
Fuente: www.publico.es
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