Francia, 1788:
El déficit ha sugerido recurrir nuevamente a la magia de Necker, y el Rey asume su propuesta de que sólo será posible recaudar lo necesario convocando al pueblo entero en forma solemne. Hacerlo significa resucitar los Estados Generales, una asamblea del clero, la nobleza y el “tercer estado” donde éste obtiene como primer reconocimiento nombrar el doble de representantes, y una posibilidad de votar conjuntamente -no sólo por estamento-, que añadirá a sus sufragios el de todos los clérigos y nobles afectos a la democratización.
La voz popular
Los nueve meses que median entre convocatoria y reunión son el plazo previsto para elegir representantes de todas las circunscripciones francesas, y para que cada estamento confeccione unos Cuadernos de Quejas poco acordes con su nombre, pues clero y nobleza compiten en afanes de cooperación social y ofrecen un modelo de generosidad y realismo. A juzgar por esas memorias, la magnitud del agujero negro y la discordia se solventarán con algunas reformas enérgicas, tanto más viables cuanto que cada estado no sólo exhibe buena fe sino un ánimo reflexivo y dialogante.
Como mal presagio llega “un invierno de dureza desconocida en los anales, a veces con el termómetro a 22 bajo cero, que suspendiendo todo trabajo exterior dejó a los pobres sin pan ni combustible”. En enero de 1789, cuando el hielo está en su apogeo, el abate Emmanuel Felipe Sieyès (1748-1836) –“la cabeza más lógica de la nación”- publica su panfleto sobre el tercer estado y abre los ojos de Francia:
“¿Qué es el estado llano? Todo. ¿Qué representa actualmente en el orden político? Nada […] Pero ¿quién se atrevería a decir que el estado llano no tiene todo lo preciso para formar una nación completa?”
Casi inmediatamente después de inaugurarse cuando estaba previsto, en mayo, Luis XVI ordena la disolución de los Estados Generales para evitar que esa oportunidad recaudatoria se convierta en cataclismo político. Sin embargo, de los casi setecientos diputados del estado llano todos salvo uno (así como gran parte del clero y una mínima fracción de la nobleza) le desafían nombrándose Asamblea Nacional, pues representan “al 96% de los franceses” y juran no disolverse hasta dar al país una nueva constitución. Enfrentado a la tesitura de reprimir la sedición, o permitirles deliberar solos, el Rey manda que el primer y el segundo estado se sumen a sus sesiones, de las cuales saldrán en muy poco tiempo novedades conmovedoras para el mundo entero.
Es dudoso que haya habido una asamblea formada por tantos y tan variados talentos -desde el genio diplomático de Talleyrand al matemático de Monge, Carnot o Condorcet-, y es seguro que ninguna troqueló el futuro en medida pareja. Sus comienzos están presididos por estadistas inmortales como el abate Sieyès y el marqués de Mirabeau (1741-1791), desertores del primer y el segundo estado respectivamente, acompañados por la serena firmeza del astrónomo J.S. Bailly (1736-1793), presidente del tercer estado, que reaccionó a la orden real de disolver la Asamblea con el premonitorio: “Me parece que la nación reunida en consejo no puede recibir órdenes”.
A la derecha de la presidencia se sentaron los nobles, el resto de los representantes se acomodó un poco por todas partes y en el extremo izquierdo del recinto se agruparon radicales entonces inconspicuos como Maximiliano Robespierre, llamados irónicamente por Mirabeau “las treinta voces”.
De semejante azar topográfico nacería la más duradera polarización política.
Antología
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