El tío Adolfo era un
personaje de leyenda, no, no de esas leyendas tontas de película, lo era
de la vida real, de la que vivimos todos cada día.
Tuve la suerte de
conocerlo y tratarlo en las últimas décadas de su vida que fueron las
primeras de la mía, pero las historias quedaron y se contaban hasta
mucho después.
Llegó a Cuba de España
con lo que tenía puesto y al final de su vida no era un muerto de hambre
más, pues había logrado por lo menos tener donde caerse muerto, y por
su propio esfuerzo, llegó a ser propietario de una finca donde era con
orgullo el amo.
Pero era diferente a
todos. Recuerdo que en su mesa comían los trabajadores y comían lo mismo
que la familia en una mesa enorme, de unos seis metros de largo donde
todos eran casi iguales.
Calificado como lo mejor
de lo mejor, serio, honrado, trabajador, buen padre, buen esposo, buen
amigo y así…lo mejor de lo mejor.
Pero tenía un problema y muy serio, no era creyente, vulgo, hereje o ateo.
Cuando estaba por
llegarle la hora de morir, todos estaban preocupados, ya no por su salud
que su enfermedad no tenia cura, el caso es que el hombre que en vida
había sido todo un santo, al morir su alma ardería en los fuegos del
infierno.
Y sin apelación posible y
aquellos que lo conocieron en vida se mortificaban con la necesidad de
rebelarse, no debía ser así, decían en voz baja lamentándose.
Pero el más bueno de los hombres terminaría en el infierno.
Este recuerdo vino a mi
mente una vez más con motivo del festival de fanatismo que vive el mundo
ahora y pensando si todo eso vale la pena.
Antonio González
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