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Rosa bajó la escalera de la granja de los Bravo y percibió
como los hombres la miraban más que otros días, que se escuchaban murmullos,
miradas cómplices, gestos de miedo entre los jornaleros, ella era consciente de
lo que había hecho aquel jueves de julio, después de marcharse los falangistas
que se llevaron a varios de los hombres del ayuntamiento comunista de San
Lorenzo, aquella manifestación espontanea de mujeres vestidas de rojo donde
participó, su bello vestido siempre colgado, impecable, con la hoz y el
martillo a la altura del corazón, junto a la cómoda, el mismo que le había
regalado su viejo amor, ese día del triunfo en las elecciones municipales,
cuando barrieron a los terratenientes de la derecha y colocaron de alcalde al
joven, Juan Santana Vega, el maestro albañil de apenas 24 años de edad.
Que día tan bello cuando salieron a celebrarlo
aquella noche después de que la vieja urna de cristal diera aquel espectacular resultado,
mayoría absoluta, solo un concejal de la derecha, el resto del Frente Popular.
Tantos años de lucha, de represión, de despidos, de persecución por parte de
una oligarquía corrupta, abusadora, que hasta hacía pocas décadas exigía el
derecho de pernada a las jóvenes parejas.
Pensaba Rosa en su trabajo recogiendo tomates,
cuando los vendidos encargados trataban de seducirla con regalos ridículos,
ella prefería leer un buen libro, los que le regalaba el joven Pedro Rosas, el
rebelde muchacho de Santidad, textos de anarquismo, marxismo, las obras completas
de Gorki, Tolstói, Julio Verne, aquella magia de las tardes en la carretera
general paseando del brazo, comentando los últimos sucesos, los logros en la
Unión Soviética, las risas en los bailes de taifa, los besos furtivos en la
oscuridad de los callejones, tantos recuerdos juntos que casi era imposible
retenerlos en aquella mente de mujer especial.
La pobre Rosa no sabía a sus 20 años que la vigilaban,
que había salido a la calle, que se había manifestado con su vestido rojo, que
había insultado a los falangistas cuando mataron a su sobrino Braulio delante
de sus narices, que se enfrentó a la brigada del amanecer a gritos, que los
hizo salir de la casa a la carrera, mientras Lola su hermana sostenía al
chiquillo con la cabeza destrozada.
¿Dónde estaba Pedro? Se lo habían llevado varios
falangistas y ricachones del pueblo a un lugar desconocido junto al alcalde
Arucas, con el resto de compañeros del municipio pedrero. Por eso no tenía a
quien acudir, todos estaban detenidos, desaparecidos, muertos, no lo sabía, su
mente funcionaba demasiado rápido, no dormía, desconocía lo que iba a suceder
en aquel año terrible, en el momento de la vendimia de la muerte.
Almorzaba con su hermana en un silencio sepulcral,
los chiquillos, los hijos de Lola García, ni siquiera jugaban, se mantenían en
un rincón de la estancia callados, habían visto todo aquella víspera del día de
Navidad, cuando el policía local de Falange de Tamaraceite sacó al bebé de su
cuna y lo estrelló contra la pared. No creía que se pudiera superar algo tan
fuerte, ni siquiera cuando gastaba sus habituales bromas nadie la secundaba, la
ignoraban en aquella casa marcada por la desgracia. Miradas, sobresaltos cuando
se escuchaban voces en la calle, Pancho no había aparecido, su cuñado, el
sindicalista de la Federación Obrera, seguía escondido en alguna cueva, en cualquier
montaña perdida de Gran Canaria, igual que el bueno de Juan el alcalde, de
Manuel, de Antonio, de todos los camaradas que habían logrado zafarse de la
criminal cacería de los franquistas.
Rosa fregó los platos en la vieja palangana de su
madre y fue al duro camastro donde dormían juntos los tres angelitos, les contó
cómo cada noche un cuento, les habló de su particular Jesucristo comunista, el
hijo de un dios de los empobrecidos de la tierra, de que los pecados eran
mentira, de que la gente joven siempre era bella, noble, pura, de la esperanza,
de los dulcitos de crema que les iba a traer el día siguiente de la tienda de
Mariquita. Pero nada, los chiquillos no preguntaban, no levantaban la vista, seguían
callados, asustados, con la mirada perdida en el recuerdo de su hermanito
asesinado.
Esa noche Rosa casi no durmió, no dejaba de pensar,
el sueño no venía, salió al viejo patio para ver si el aire de la noche le
inspiraba algún nuevo devenir, miró al cielo había muchas estrellas, tan
bellas, algunas fugaces, de las que se le piden deseos, no tuvo tiempo, acabó
sentada en el asiento de piedra mirando la oscuridad, sintiendo ese profundo olor
de plataneras y barro seco, allí se quedó varias horas recordando al pobre querubín,
viendo en un rincón su cunita ensangrentada, los biberones de cristal
destrozados.
Madrugó mucho, casi no durmió, bajo la carretera
general hacia el cruce de San Lorenzo, allí solía estar aparcado el camión del
viejo Cabrera, el que llevaba al muelle los tomates de los Betancores, pero esa
mañana no había nadie, ni siquiera los habituales de la tienda de Manolito
tomándose un ron mañanero antes de partir al trabajo. Rosa entró en la
oscuridad del Camino Viejo, hacía calor, había algo de calima, cuando sintió detrás
aquellos pasos, aquellas voces, los gritos, los mismos del 23 de diciembre
cuando mataron a Braulio, de un violento empujón la tiraron al suelo, eran
siete, si las mismas caras, los mismos gestos, el mismo seño fruncido, los
mismos insultos: “Roja de mierda, puta asquerosa”, uno la agarró por los
brazos, ella no gritaba, no decía nada, solo balbuceo un insulto ininteligible hasta
para ella misma, le pegaron, la raparon, estaban dos de los hijos del
terrateniente dueño de media isla, el de la finca de tomates en Los Giles, el
guardia que mató al chiquillo, el cojo Acosta jefe sectorial de Falange, le
arrancaron los pelos casi si usar la tijera, la sangre le corría por el bello
rostro. “Te vamos a follar roja cabrona, puta de mierda, hedionda” fue lo
último que escuchó antes del culatazo en la cabeza.
Despertó con el vestido
roto, los muslos llenos de heridas, sus nalgas magulladas, el pecho
fuera, la cabeza sin pelo, con restos de sangre y un olor a
sudor, tabaco y alcohol de los fascistas impregnado en su joven cuerpo.
Recogió
despacito el saquito de comida, el cacho de pan, los dos plátanos
aplastados, ya
era casi de día, se sentó en la terrera de uno de los estanques de
barro,
miraba al horizonte, se acordó de Pedrillo ¿Dónde estaría? ¿Qué le
habían
hecho? La mañana se tornó fría aunque fuera verano, su vientre estaba
revuelto,
como poseído, notaba algo que le crecía dentro, que la asfixiaba, que la
oprimía, una especie de ser amorfo, sin ojos, que le carcomía su bella
conciencia, lo que ella creía que era su alma.
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