Estoy cansada de aniversarios y conmemoraciones con las que todo el
mundo se lava la cara y la mala conciencia sin que haya nadie que tenga
el valor necesario para reclamar lo único que ellas necesitan y no
tienen: más justicia.
No quiero que sea un día del año coloreado en malva;
no quiero que las recuerden, humilladas y maltratadas, un 25 de
noviembre y las coloquen en un almanaque con los labios amoratados de
tanta carnicería y de tanto llanto sobre la almohada. No creo que sea
una buena idea hacerles creer que merecen una fecha en el calendario en
la que se pongan banderitas en la solapa y se digan discursos sobre su
condición infrahumana. No quiero que sea un día especial ni diferente a
los demás días ni quiero que los grandes almacenes lo declaren parte de
su escenografía para que los clientes compren cajitas de bombones con
retratos de mujeres asesinadas en el transcurso del año. No quiero que
se hagan espectáculos a su costa.
No quiero que sean pasto del morbo
cotidiano, de los comentarios de café o de las conversaciones de
peluquería. Estoy aburrida de ver películas donde los maridos pegan, se
emborrachan, escupen y vomitan sobre el cuerpo de una criatura hermosa e
indefensa. Estoy harta de que todos se ocupen de ellas (jueces,
médicos, sociólogos) sin que, en el fondo, a muchos de ellos les
importen un rábano.
Estoy cansada de aniversarios y conmemoraciones con
las que todo el mundo se lava la cara y la mala conciencia sin que haya
nadie que tenga el valor necesario para reclamar lo único que ellas
necesitan y no tienen: más justicia. Porque mientras la ley no sea
fuerte y no se deje doblegar por presiones de culturas medievales y
raquíticas; mientras no se considere que una mujer vale tanto como
cualquier hombre y con ella la justicia debe comportarse como lo hace
con ellos; mientras la educación no sea igualitaria y abierta y no se
enseñe a los varones que las personas del otro sexo son merecedoras del
mismo respeto que ellos pretenden obtener para sí mismos, no habremos
conseguido nada, no habremos avanzado nada. Ni las fiestas ni las
conmemoraciones van a evitar la muerte de una mujer. De otra más.
Solo en España llevamos cerca de setecientas mujeres asesinadas a manos
de los hombres en la última década. No sumo las mujeres de México,
Nicaragua, India, África…. Solo hablar de España es suficiente motivo
para abrirnos las carnes y preguntarnos por las razones, las causas, los
elementos sociológicos, morales y políticos que nos conducen a
semejante locura. Pero eso nadie lo lleva a Las Cortes o al Parlamento
con la virulencia con que se llevan otros temas.
La violencia contra las
mujeres tiene menos seguimiento que la violencia terrorista, por
ejemplo. ¿Por qué tanta protección a los políticos y tan poca a las
mujeres? ¿Por qué el estado se gasta millones en proteger a unos y
perseguir a otros y tan poco en plantearse seriamente la lucha contra
los que maltratan a una mujer? Ante trato tan discriminatorio las
mujeres acaban pensando que son ciudadanas de segunda clase y el
tratamiento que se les da es de esa categoría. Si esas muertes hubieran
sido provocadas por alguna organización terrorista hubiera temblado el
mundo. Pero son mujeres las que mueren y eso parece carecer de
importancia.
Cuando se produce una acción violenta como el robo de un
banco o el secuestro de algún político o empresario, los medios de
difusión, los órganos policiales, las instituciones de todo el panorama
político y judicial se rasgan las vestiduras y la noticia ocupa los
periódicos, las televisiones, las comisarías y los despachos de altos
vuelos. El secuestro y la tortura que sufre una mujer maltratada es el
peor de todos y, sin embargo, nadie hace un seguimiento de esas
criaturas encerradas en un piso como si fuera una cárcel donde son
castigadas, sometidas a humillaciones, y, en última instancia,
condenadas a morir irremediablemente. Amantes, esposos, compañeros de
algunas horas felices ya borradas de sus mentes a fuerza de golpes y
miedo, se encargan de torturarlas durante meses o durante toda una vida.
Pero nadie comprende. Nadie hace nada por seguir los pasos de esos
hombres acostumbrados, por vicio o por odio, a desangrar a una mujer.
Que el problema ya no es sólo que las maten; es que hay tortura previa y
nadie parece querer enterarse. Porque muchas mujeres, antes de ser
masacradas, han sido previamente torturadas durante meses o durante años
por el mismo sujeto que acaba con su vida. Y de eso nadie parece querer
hablar. Ni la familia, ni los amigos, ni el círculo que rodea a la
víctima saben nada o parecen no querer saber nada. Y, lo que es más
grave, si lo saben, prefieren ignorarlo. ¿Por qué? Porque piensan que la
sacrificada es más fuerte de lo que es; porque creen que podrá
solucionarlo ella sola; porque imaginan que es libre para determinar su
propia situación y ellos no son quiénes para interferir en sus
decisiones; etc., etc. Hay miles de respuestas, tantas como casos.
Al
final, todos corren un tupido velo sobre las mujeres que sufren malos
tratos y las hacen invisibles. Si no existen, no sufren y, si no sufren,
ya no hay un culpable social claramente definido que permita tal
agravio. Y si por casualidad los culpables aparecen y se dan a conocer
sus nombres, todo el mundo respira aliviado. Ya se ocupará de ellos la
ley, se dicen unos a otros los ciudadanos conmovidos. Y duermen
tranquilos. Pero lo cierto es que las leyes pertenecen a los mismos que
las vulneran; a los mismos que las han dictado y permitido; a los mismos
que las imponen o se burlan de ellas. Y las mujeres siempre acaban
siendo despreciadas por los hombres o por las leyes que ellos imponen.
Da lo mismo la formulación o el país donde se formule. La sociedad, en
general, y los hombres, en particular, siguen métodos medievales para
conservar a raya a las mujeres díscolas y desobedientes y el castigo
final siempre es parecido: vulnerar su dignidad, primero, para, después,
asesinarlas. ¿Y la prensa? ¿Y los jueces? ¿Y la clase política? ¿Dónde
están? Día tras día aparece el nombre de una mujer asesinada en nuestras
noticias y las imágenes se repiten de una manera casi idéntica: en la
pantalla del televisor su cuerpo cubierto por una manta o un plástico
negro; la gente que grita, golpea con rabia, acude en manifestación al
cementerio, vuelve la espalda…
Una noticia como otra cualquiera. Se
habla de leyes, se hacen leyes. Se habla de reacción popular, se hacen
corrillos, debates, manifestaciones, artículos… Y luego, de nuevo, el
silencio a nuestro alrededor.
Y una se pregunta: ¿Si
nosotras fuimos las que un tiempo gobernamos la tierra, dispusimos del
orden de la tierra, del futuro de la tierra y de los hijos de la tierra,
qué fue lo que nos precipitó en este fondo oscuro? ¿Qué leyes? ¿Qué
mundo? ¿Qué clase de humanidad? ¿Qué hicimos mal para perder todo
aquello que nos hacía libres y poderosas? ¿Qué hizo que fueran
destronadas reinas, amazonas, diosas de la fertilidad y del orden? La
respuesta es una y múltiple: la brutalidad y la fuerza se adueñaron de
la tierra y de aquellas que la habían gobernado y ese fue el origen de
un nuevo orden donde las mujeres fueron esclavizadas y apartadas de los
poderes públicos.
Amordazadas para siempre. Diosas y reinas se hicieron
invisibles para sobrevivir. A partir de esa oscuridad las mujeres
comenzaron a deslizarse suavemente para no ser descubiertas. Templos y
palacios se llenaron de sus leves pisadas. El reino de las mujeres se
convirtió en leyendas y mitos populares. Se convirtieron en hadas, en
brujas malvadas portadoras del mal y las vergüenzas del mundo, en diosas
extranjeras, en sirenas, en princesas obedientes y sumisas, en magas y
hechiceras…
El mundo de los sueños se pobló de seres femeninos
totalmente invisibles para la mayoría de los mortales. Esa
invisibilidad, unas veces voluntaria y otras obligada de las mujeres
frente al poder de las armas y la fuerza física, les permitió a los
hombres apoderarse de las tierras y organizar los ejércitos a su medida.
Creyeron que tenían la fuerza y, por lo tanto, tenían la razón y el
poder. Y llegaron a imaginarse invencibles.
Pero se
equivocaron. Los hombres tenían miedo. Sabían que ellas estaban ahí:
vigilantes, alertas, dirigiendo otros mundos paralelos de los que ellos
no podían formar parte. Y ese miedo los llevó a hacer leyes para
protegerse; leyes de las que ellas no podían beneficiarse ni sacar
provecho alguno. La invisibilidad de las mujeres se convirtió en un
edicto implícito en el gobierno de los hombres. Con él se pretendió
acallarlas para siempre y hacerse ellos inmunes. Las mujeres no podían
gobernar ni disponer de bienes propios. Ni reinos, ni ejércitos, ni
haciendas. Ni siquiera podían disponer de sus propios hijos sin la
autorización de los hombres. Las mujeres no existían, no tenían
identidad ni potestad alguna. Las mujeres serían invisibles ante la ley y
ante la sociedad. Y así ha sido para muchas culturas incluida la
nuestra hasta hace bien poco. Unas veces más y, otras, menos, pero aún
lo son: invisibles y transparentes.
Hay cosas que es
mejor no nombrarlas para no hacerlas evidentes. Esa es la clave para
entender el silencio creado alrededor de las mujeres. La visibilidad de
una mujer está permitida siempre y cuando responda a los cánones que los
hombres han creado. En el momento que las mujeres aparecen en escena y
actúan libremente, los hombres comienzan a ponerse nerviosos y a
desenvainar las espadas.
Y ruedan cabezas. No hay otra explicación para
tanta masacre. La creciente violencia contra las mujeres es una prueba
que certifica lo que digo. Porque ellos no soportan la voz, la
discrepancia o la visibilidad de quienes tradicionalmente estuvieron en
silencio soportando toda clase de humillaciones.
Ninguna mujer que tenga
voz propia, que sea beligerante o emprendedora, es aceptada por la
mayoría de las sociedades patriarcales. Y si una mujer así existe, se
procura minimizarla, ridiculizarla, quitarla de en medio. Las mujeres
deben, por tradición oral y escrita, permanecer silenciosas e
invisibles.
Ningún macho al uso consiente en ser dirigido, informado o
puesto en su sitio por una mujer. No se cuestiona la autoridad cuando es
un hombre quien manda. Se cuestiona cuando es una mujer. Una situación
semejante crea en ellos tales conflictos de personalidad, tales
esquizofrenias que, en cuanto te descuidas, van a degüello. Si no hay
sumisión, hay guerra. Y si hay guerra, hay víctimas.
Cuando alguien opina que antes no ocurrían estas cosas siempre contesto
lo mismo: si, si que ocurrían, pero, o no se conocían excepto que alguna
se atreviese a mostrarlas en público en cuyo caso sólo cabía esperar el
desprecio y la marginación, o eran tan sumisas, tan “invisibles”, que
“no daban motivos” para soluciones tan cruentas. Y por eso, todavía hoy,
la mayoría de los agentes sociales pretenden nuestro silencio, nuestra
aparente indiferencia, nuestra solícita manifestación pública de mujeres
recatadas, sumisas, dóciles al poder y a las estructuras que nos han
sido impuestas.
Para salvarnos están las instituciones (la mayoría
presididas por hombres heroicos y galantes) que se encargan de mandar
notitas a la prensa y organizar manifestaciones arrastrando una pancarta
a la puerta de un ayuntamiento, unos minutos de silencio y algún
pañuelito manchado de sangre de todas y de nadie que total da lo mismo
que mejor muertas y sin rechistar; que con una vez al año que
protestemos basta, sobre todo si eres invisible y no te quejas nunca y
cada día vas a trabajar con el corazón hecho pedazos y ni siquiera sabes
bien porqué.
Que aquí nadie convoca huelgas generales ni salen a la
calle millares de ciudadanos pidiendo que cesen las agresiones, la
violencia, las torturas y la muerte de tantas mujeres solas en la
oscuridad de sus casas, de su aparente felicidad, de su infinita
amargura. Y si alguien tiene valor, que recorra las ciudades del mundo,
los pueblos, las aldeas alejadas de cualquier llamada, y mal llamada,
civilización, y vaya levantando el rostro a las mujeres que encuentre
por la calle; que pida a las mujeres que enseñen sus hombros, sus
espaldas, sus vientres...
Y sabrán por qué escribo como escribo, y
sabrán por qué los parlamentarios no piden justicia, y los jueces no la
dan, y la policía no la impone, y por qué muchas mujeres caminan con la
cabeza baja y los hombros hundidos. Las mismas mujeres que usted y yo
conocemos. Las mismas que viven, pared con pared, a su lado. Las mismas a
las que usted maltrata cada día con su indiferencia y para las que se
promulga una ley pacata y cobarde contra la que nadie se levanta.
Una
ley de paños calientes que no sirve para curar una herida tan honda.
Me preocupan las mujeres, los crímenes contra ellas, las fuerzas
desatadas contra ellas, su soledad infinita. Porque estamos solas.
Abandonadas a una muerte anunciada día tras día. De todo se habla en los
corrillos políticos menos del calvario que padecen muchas mujeres. Pero
hoy quiero levantar mi pequeña bandera en nombre de todas ellas. Quiero
levantarme en pie de guerra y, puesta en pie, pedir a todos los que
forman nuestro pequeño universo, que den su voz para salvar a esas
mujeres de la humillación y la muerte.
Quiero a toda la justicia en pie
de guerra; quiero al gobierno en pie de guerra; quiero que se las trate
como a las víctimas del terrorismo y a sus asesinos se les de la misma
categoría que a los terroristas, dentro y fuera de las cárceles. Quiero
un tratamiento de primera clase para quienes ya no quieren volver a ser
invisibles nunca más. Y, además, quiero manifestaciones multitudinarias
contra tanto dolor.
Quiero a miles de ciudadanos en las calles con las
manos en alto (me da lo mismo el color con que se las pinten) pidiendo
la liberación de aquellas que aún permanecen secuestradas y el castigo
justo y necesario para quienes cometen tales crímenes.
No creo que sea mucho pedir si lo que pido es justicia, si lo que
reclamo es justicia. He visitado casas de acogida, asociaciones,
cárceles y cementerios y, al final, me he encontrado con la misma queja:
las leyes no están acordes con la realidad; las leyes van siempre por
detrás de los hechos. Las leyes, los castigos, las penas impuestas, no
son lo suficientemente duras como desearíamos.
Asimismo, el miedo, la
hipocresía y la idea cultural que tenemos sobre el papel que le
corresponde a las mujeres en nuestra sociedad, influyen en la
determinación de muchas de ellas de no denunciar a quienes las agreden y
humillan. La idea generalizada de que la mujer es solo un apéndice del
hombre, provoca la mayoría de esas situaciones.
Ellos lo creen porque
han sido educados para creerlo y ellas lo creen porque las han educado
para que así sea. Y así hasta el infinito… ¿Las soluciones? Interesa a
los gobernantes promoverlas y conviene a la justicia aplicarlas. A
nosotras, exigirlas.
Elsa López. 26 de noviembre de 2014
(Ponencia con motivo del día contra la violencia de género. F oro contra la violencia de género de Lanzarote. P
rograma de actos conmemorativos del 25 de noviembre Día Internacional
para la Erradicación de la Violencia contra las Mujeres. J ornada de Reflexión y Concienciación sobre La Violencia de Género. Lugar Sociedad Democracia.)
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