De 1966 a 1970 el festejo quedó reducido a un simple encierro, sin la muerte del astado
La misiva era escueta y no se andaba con rodeos:
«Examinado el problema para el futuro, no he de ocultarte que habría que
hacer la suspensión del espectáculo (del Toro de la Vega), con cierto
tacto pues se trata de una tradición de siglos». El que esto escribía,
el 25 de septiembre de 1958, no era miembro de un grupo ecologista ni,
mucho menos, un antitaurino de pro; se trataba del gobernador civil
vallisoletano Antonio Ruiz-Ocaña Remiro, impelido a pronunciarse sobre
«la cuestión» tordesillana por su entonces superior, el director general
de Política Interior, Manuel Chacón Secos.
En la imagen elToro de la Vega en 1966. Abajo, especular cogida y el Toro de la Vega en el puente, ambas en 1970. :: FOTOS DEL ARCHIVO HISTÓRICO PROVINCIAL
Y es que la presión institucional no tardaría en
conseguir parte de su propósito: prohibir, al menos, la muerte del
animal en un festejo calificado por muchos de cruel. Las aristas más
duras de aquella polémica arrancan en 1954, cuando impactantes imágenes
del espectáculo, emitidas en el noticiario NO-DO, lastimaron la
sensibilidad de destacados colectivos y personalidades comprometidas con
la defensa de los animales.
Más leña al fuego echó, el 28 de septiembre de 1955, el
periodista Enrique Gavilán en EL NORTE DE CASTILLA, pues su «Crónica de
toros a orillas del Duero» reseñaba el festejo tordesillano asegurando
que «aunque la forma de matar al toro es cruel, brutal, esta muerte es
su destino, porque, cada año, en Tordesillas se necesita su sangre
derramada en la tierra. Por eso, una vez muerto, desde el que le ha
visto pasar de lejos hasta el que ha hundido sus manos en las heridas
del animal, sienten el placer de la posesión satisfecha que calma y
libera».
Terció en la disputa escrita el escritor, ensayista,
historiador y acérrimo defensor del espectáculo Eusebio González
Herrera, quien desde el rotativo falangista 'Libertad' contraatacó con
un artículo de titular esclarecedor: «Un festejo tradicional: el Toro de
la Vega, de Tordesillas, está vinculado a la Historia. Encarna lo más
viril de Castilla, junto a la bravura del genio hispano».
Un halagador
chorreo de metáforas en el que los lanceros aparecen como «gladiadores
helénicos», el alanceamiento como auténtico «aguafuerte goyesco», la
pelea, «puramente celtíbera», y todo el espectáculo como «molino de
viento del Quijote de la eterna Castilla».
Pero la bola de la controversia no hacía más que crecer:
el evento celebrado el 11 de septiembre de 1956, seguido de cerca por
6.000 espectadores, estuvo acompañado de tal cantidad de jeeps,
tractores, remolques y vehículos de motor, que algunos lo interpretaron
como un auténtico alarde de brutalidad.
Fue entonces cuando la
Asociación contra la Crueldad en los Espectáculos (ACCE), la Sociedad
Protectora de Animales y Plantas, algunos medios de comunicación y el
mismísimo conde de Bailén, Carlos Arcos y Cuadra, que además de ministro
plenipotenciario y jefe de Información del Ministerio de Asuntos
Exteriores era vicepresidente de la ACCE, no cejaron en su empeño por
suspender el festejo.
Desde septiembre de 1956, Arcos no dejó de escribir al
alcalde de Tordesillas, gobernadores civiles, altas autoridades del
Estado y periódicos locales a favor de la suspensión del Toro de la
Vega. Para ello alegaba desde la Ley de Vagos y Maleantes de 1958 hasta
disposiciones legales anteriores como la circular de febrero de 1908,
que prohibía las carreras de toros y vaquillas ensogadas o en libertad
por las calles y plazas de las poblaciones.
Por si fuera poco, en enero de 1961, publicó un sonado
alegato en la revista 'Pregón', que retomaba las cartas enviadas a las
diversas autoridades y esgrimía enseñanzas pontificias contra «todo
deseo de matar animales sin motivo justificado, toda crueldad inútil,
toda dureza innoble hacia ellos». Dicho artículo, titulado «Espectáculos
crueles», no tardó en ser respondido por una «Defensa del 'Toro de la
Vega'» de González Herrera, publicada en EL NORTE DE CASTILLA: «El
animal sufre un noventa por ciento menos que en cualquier plaza de
toros, en donde a veces los pinchazos pasan de veinte descabellos en
esas tardes en que al espada no le acompaña la suerte».
La polémica desembocó en la sorprendente decisión
gubernativa de 1966, que a cambio de no suspender el espectáculo,
prohibía el rejoneo del toro a campo abierto. Se celebró el 13 de
septiembre y consistió en una suerte de encierro que, por no tolerar la
muerte del toro, encrespó los ánimos de algunos aficionados.
Así se
mantuvo hasta 1970, año en que el cambio de autoridades, la influencia
de personalidades como Gregorio Marañón Moya, presidente de las
salmantinas Semanas Internacionales del Toro de Lidia; y Antolín de
Santiago Juárez, subdirector general de Cultura Popular y Espectáculos,
las presiones de aficionados y la labor de las autoridades locales
lograron recuperar el festejo según la modalidad «tradicional»; es
decir, acabando con la vida del astado.
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