–El presidente del Gobierno tiene que ser una persona decente y usted no lo es.
–Hasta ahí hemos llegado, señor Sánchez.
El candidato del PP perdió
los nervios. Se le notó: en la cara, en la pausa dramática y en la
respuesta trastabillada e inconexa con la que contestó. Don Mariano
Rajoy no está acostumbrado a que alguien, tan de cerca, le ponga en
cuestión; que alguien le recuerde los sobresueldos, Bárcenas, Rato,
Bankia, Granados, la Gürtel, la Púnica y su amnistía fiscal. “Hasta ahí
hemos llegado”, respondió, con ese tono caciquil, con ese tic
autoritario que siempre le sale cuando alguien le retrata como lo que
es: un político indecente. Un presidente que tenía que haber dimitido un
minuto después de conocerse los sobresueldos que cobró de Luis Bárcenas
y los SMS de apoyo que le dedicó.
Pedro Sánchez fue duro. No
más de lo que habrían sido –con toda la razón– Albert Rivera, Pablo
Iglesias o Alberto Garzón, que también han pedido a Rajoy su dimisión y
han dedicado al presidente calificativos mucho más contundentes que su
evidente falta de decencia. Decencia, según la RAE: “Dignidad en los
actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas”. Y
un presidente que le desea fuerza a su tesorero cuando encuentran su
botín en Suiza no es decente: ni en España ni en cualquier otro lugar.
La respuesta de Rajoy fue
mucho más crispada que la propia acusación de Sánchez: “Ruin”,
“mezquino”, “miserable”, “deleznable…”. Primero utilizó un argumento
ridículo, el de la moción de censura, como si hubiese servido de mucho
en una cámara con mayoría absolutísima del PP. Después sacó a relucir su
currículum, como si llevar tres décadas en un coche oficial fuese en
España garantía probada de honestidad. Y al final pidió al candidato
socialista que fuese a un juzgado, en una de las clásicas manipulaciones
de la derecha: confundir lo ilegal con lo indecente, como si para estar
en política bastase con no ser un delincuente habitual.
El candidato socialista no
trabajó demasiado la construcción de su alternativa presidencial, pero
fue tremendamente eficaz en desmontar a Mariano Rajoy; en poner frente
al espejo en horario de máxima audiencia, frente a millones de
espectadores, al político que ha protagonizado una de las legislaturas
más vergonzosas de la historia democrática de este país. Era casi la
primera vez en cuatro años que Rajoy no se escondía en el plasma o en
Bertín Osborne y el candidato del PSOE aprovechó la oportunidad.
Sánchez empezó nervioso,
cortado por Manuel Campo Vidal, que le interrumpió en su primera
intervención cuando reprochaba al presidente que no se hubiese dignado a
debatir más. Se fue creciendo en la parte económica, acorraló a Rajoy
por sus mentiras sobre el rescate a la banca o sobre los recortes y
consiguió sacarlo de sus casillas cuando llegó a la herida que sangra, a
la corrupción. Bárcenas, Rato, Granados, Púnica… A Sánchez no le
faltaba munición.
El cara a cara recordó al último debate del estado de la nación
en el que Rajoy también perdió los nervios, tachó de “patético” a
Sánchez y –otra vez autoritario– le ordenó que “no volviese por aquí”,
como si el Congreso fuese un casino privado donde Rajoy decide quién
puede entrar. Pero en esta ocasión, diez meses más tarde, el ataque de
Sánchez y la respuesta airada de Rajoy fue mayor: por el formato –hasta
la vetusta Academia de Televisión es capaz de organizar un debate con
algo más ritmo que el encorsetado Parlamento español– y por el momento
de la campaña en que el debate se celebró.
El candidato del PSOE
llegaba al cara a cara con una sola carta que jugar. Para Sánchez, era
prioritario desnudar a Rajoy, más que vestirse como alternativa. Como
dice Mike Tyson, “todo el mundo tiene un plan hasta que recibe el primer
puñetazo en la boca”. Y en este debate, a seis días de las elecciones,
el PSOE y su candidato llegaban martilleados por esas encuestas donde
quedar solo segundos parece lo mejor que les puede pasar.
El debate, ese único cara a
cara al que el presidente del plasma se prestó, fue un insulto
democrático: el reflejo de una España que ya no existe y que
probablemente no volverá. Es un desprecio a los ciudadanos que el
candidato del PP se haya negado a debatir con los demás, y es
desmoralizador que las urnas el domingo –si se cumplen las encuestas– no
castiguen este desprecio muchísimo más.
Viendo lo mal que lo pasó
Mariano Rajoy, su ausencia del resto de los debates se entiende mucho
mejor.
Si Rajoy sufre así con un debate a dos, imaginen cómo había sido
si se hubiese dignado a debatir con los demás.
Ignacio Escolar | El Diario | 15/12/2015
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