A ellos, nuestros mayores, que un día, también corrieron y se corrieron. Se enamoraron y enamoraron, amaron y fueron amados...
—Si Dios quisiera, ay, si Dios quisiera. —Se lamenta Julián
subiendo por la cuesta de la calle Canónigos, bajo el puente de San Pablo.
Mira hacia arriba, los turistas pasan ajenos a su drama, con
sus cámaras de fotos y sus móviles haciendo fotos que tal vez nunca lleguen a
ver, después de la primera vez; pero que de manera mecánica realizan como se
les fuese a escapar el momento, la vida, como un suspiro. Julián recuerda como
él, con su Adelaida, fueron a Madrid, con su vieja Kodak, un carrete de 24 y
otro de 36 gastaron, que si en Cibeles, La Puerta del Sol, la puerta de Alcalá, él no salió en ninguna, porque era
quien disparaba las fotos. Casi todas salieron movidas, las que no, salía su
Adelaida, guapa como ella sola, las de La Puerta del Sol, se veía a ella al
lado del oso y el madroño bueno lo único que podría haberse visto habría sido
el pedestal, de no estar tapado por el cuerpo de su mujer, porque el árbol y el
animal se habían quedado fuera del enfoque de la cámara.
Sin embargo, cuando enseñaba las fotos a sus hijos, a sus nietos, con orgullo les decía:
Sin embargo, cuando enseñaba las fotos a sus hijos, a sus nietos, con orgullo les decía:
—Mira vuestra madre, lo guapísima que está en la Puerta del
Sol.
—Guapa, sí que está. ¿Pero cómo sabemos que está en la
Puerta del Sol?
—¡Copón! Por el oso y el madroño. —Replicaba con total
convencimiento, ante la mirada perpleja de sus hijos o nietos. Todas las fotos
igual, la misma historia. Adelaida le gustaba viajar, aunque tan solo dos
viajes hicieron en su vida, uno a Madrid y otro a Segovia. Ya hubiese querido
llevarla a todos los rincones de España y a él hacerle fotos, solo a ella, a su
gran amor, lo demás sobraba, porque para él ninguna belleza se podía comparar a
su Adelaida. Maldita enfermedad, esa que
postra los recuerdos en una cama.
—Que enfermedad tan mala, que malura…—Se lamentaba el
anciano, cuando le daba de comer las lentejas trituradas a quien se había
olvidado de masticar.
—¿Te acuerdas, amor mío, cuando corríamos por los tejados?
Pero Adelaida no se acordaba, alguna vez, parecía recordad
momentos felices o tristes. Y a él entonces le entraba la risa floja:
—Julián, que no me respondes.
—¿Dime Adelaida, mía, ¿a qué quieres que te responda?
—Tonto, que estás. ¿A qué va a ser? Como marido. Que ya no
lo hacemos, y mira que te ponías pesado, y ahora nada de nada…
Y Julián la mira con ternura infinita, le acaricia las
mejillas y besa la desdentada boca de su mujer. Con los ojos cerrados la
ve bella,
hermosa, guapísima, como cuando fueron a Madrid o Segovia, y su belleza
no dejaba ver en las fotografías, ni el grandioso acueducto romano.
Ella, ve al joven alfarero que
hacía botijos para los turistas, intenta abrazarle, pero sus brazos no
le
responden.
—¿Qué me pasa? —Casi grita ella.
—Nada, mi amor, nada. —Y él entonces con gran esfuerzo
coloca los brazos de ella alrededor de su cuello.
—¿Lo vamos a hacer? —Pregunta ella, en esos momentos de
“lucidez”.
—Esta noche, no vaya a ser que nos escuchen los críos —le
contesta él besándole en la frente, suspirando —esta noche.
No hay críos que despertar, se marcharon ya a Madrid,
Valencia o Barcelona, de los siete que tuvieron solo dos quedan en Cuenca.
Cuando estaban bien se encargaban de ir a recoger a los nietos a la escuela,
darles de comer y llevarlos a las extraescolares, ahora alguna vez reciben la
visita de algún nieto. Él quiere pensar que no es por la golosina de los veinte
euros que les da, siempre que van a verlos, más les daría, si fuesen más a
menudo.
Su hija, Soledad, sí va todos los días, por la mañana y por la tarde, y alguna vez por la noche. Les lleva la comida y les limpia un poco, ayuda a su padre a cambiar a su madre. Sin embargo, su hijo Manuel, ay, su hijo Manuel, algún domingo va a ver a su madre, que a su madre, que es el que se entera, ni lo mira. No quiere pensar en eso, porque termina llorando, y no quiere que ella le vea llorando.
Su hija, Soledad, sí va todos los días, por la mañana y por la tarde, y alguna vez por la noche. Les lleva la comida y les limpia un poco, ayuda a su padre a cambiar a su madre. Sin embargo, su hijo Manuel, ay, su hijo Manuel, algún domingo va a ver a su madre, que a su madre, que es el que se entera, ni lo mira. No quiere pensar en eso, porque termina llorando, y no quiere que ella le vea llorando.
—Voy a traerte el postre. —Le dice, separándose de ella. —Si
Dios quisiera, ay, si Dios quisiera.
Cuando podíamos no me dejabas y ahora que ni puedo yo, ni puedes tú, ahora quieres. Si Dios quisiera. Piensa casi en voz alta.
Cuando podíamos no me dejabas y ahora que ni puedo yo, ni puedes tú, ahora quieres. Si Dios quisiera. Piensa casi en voz alta.
—Si quieres morirte, muérete tú, que yo ya me buscaré uno
que no me ponga excusas. —Y es que Adelaida, se ve joven, como cuando corría
por los tejados detrás de Julián, después de haber escapado por la ventana. Y
ese día, habla, y parece como si el alzhéimer hubiese desparecido, y entendiese
todo. No quiere morirse, quiere viajar, ir a la Isla de Pascua, como le
prometió Julián.
—Cuándo me jubile, nos vamos a la Isla de Pascua, a Cuba, a
Puerto Rico, a Petra.
Pero, Julián, nunca cumplió su palabra, primero un ataque al
corazón, después la angina pulmonar y a continuación a encargarse de los
nietos, rematando con el alzhéimer de Adelaida Maldice todos los días no haber
hecho esos viajes. Y ahora solo le pide
a Dios, que se apiade de ellos y se los lleve, primero a ella. No quiere que la
lleven a una residencia, la cuidará él mientras le queden fuerzas.
—Corazón mío, abre bien la boca. —Pidió a su mujer Julián,
dándole la cuchara llena de papilla de manzana…
—No, no y no, quiero manzana como Dios manda. —Replicó ella,
cerrando la boca con fuerza.
—Cariño, si tú no puedes comer nada que no sea papilla.
—Eso lo dirás tú. Hasta avellanas he partido con los
dientes. —Dice Adelaida, enseñando sus encías desiertas.
Arrastrando los pies, Julián, agarra la media manzana que ha
dejado y la hace trocitos pequeños, le coloca con dificultad la dentadura
postiza a su mujer y comienza a darle los trocitos de manzana, uno a uno, con
un intervalo de media hora, entre trocito y trocito. Ella disfruta de la
manzana como si fuese el mejor de los manjares.
—¿Ves, como sí podía? —Le echa en cara a su marido, al
tiempo que sonríe —Y ya sabes que esta noche quiero que nos acostemos
juntos...y hagamos el amor, ¡eh!
— Sí, mi amor.
Cuando Julián, antes de acostarse, va a cambiar los pañales
a su mujer, se da cuenta que lo que tanto ha pedido a Dios ha llegado. La cambia y se acuesta a su lado.
—Ahora, Señor, termina tu trabajo. Llévame con ella.
©Paco Arenas
No hay comentarios:
Publicar un comentario
GRACIAS POR TU OPINION-THANKS FOR YOUR OPINION