La actual tensión entre los socialistas y Podemos rememora la pugna PSOE-PCE de finales de los setenta
Cuenta Mário Soares que un día tuvo que elegir entre Felipe González y Santiago Carrillo...,
y eligió a Carrillo. En diciembre de 1974, seis meses después de la
revolución del 25 de Abril, el Partido Socialista Portugués celebraba su
primer congreso en la legalidad, y entre los invitados figuraban los
secretarios generales del PSOE (ilegal) y del PCE (clandestino). El general Franco apuraba su último año de vida, y ya estaba en marcha la competición por el liderazgo de la izquierda española.
Así lo explica Soares en sus memorias ( Um político
assume-se, 2011): “Conocía a Carrillo del exilio en París, apreciaba su
línea eurocomunista, sabía que su presencia incomodaba a Álvaro Cunhal
(rocoso secretario general del Partido Comunista Portugués), y me
interesaba su voz en el congreso. Felipe González se enfadó mucho. Me
dijo que si Carrillo hablaba, él se marchaba. Yo me mantuve firme. Me
interesaba el contraste entre Carrillo y Cunhal, puesto que ya se
esbozaba el grave enfrentamiento entre los socialistas y los comunistas
portugueses. Felipe dio un portazo. Al cabo de unos instantes, regresó,
asomó la cabeza y me dijo, muy solemne: ‘Mario, los comunistas de los
otros siempre son mejores que los nuestros’. Dio otro portazo y se
marchó”.
Soares logró imponerse al partido de Cunhal tras de un
grave enfrentamiento político-militar que en noviembre de 1975 pudo
haber provocado una guerra civil. Después de cuarenta años de riguroso
divorcio, el envejecido PCP –inmutable, eterno como un olivar del
Alentejo– da apoyo parlamentario, junto con los jóvenes del Bloque de
Izquierdas, el Podemos portugués, a un gobierno socialista dispuesto a
discutir un poco las directrices económicas de Bruselas y Berlín.
Felipe González también venció al PCE. Lo redujo a
chatarra en octubre de 1982, gracias a su buena conexión con las nuevas
generaciones, a la caída en desgracia de Adolfo Suárez, al intento de
golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, a la equívoca promesa de
repensar el ingreso en la OTAN (“OTAN, de entrada no”) y al cisma entre
reformistas y radicales en las filas comunistas, cisma que se inició en
Catalunya. Al contrario de sus camaradas portugueses, los comunistas
españoles habían apostado por la moderación.
Aceptaron la bandera
rojigualda antes que los socialistas, contribuyeron de manera decisiva a
legitimar la monarquía y se pusieron al frente de los pactos de la
Moncloa, episodio clave para la estabilización política y económica de
un país que en otoño de 1977 se hallaba al borde de la suspensión de
pagos.
Ramón Tamames, destacado dirigente del PCE en la
transición, lo explica bien en su extensa autobiografía (‘Más que unas
memorias’, 2013). Los famosos pactos de la Moncloa fueron liderados por
Suárez y Carrillo, ante la renuencia de Felipe González que no podía
apearse, dada la gravedad de la situación. Se tomó como referencia el
pacto social que habían sellado en Italia el Gobierno Andreotti y el
sindicato comunista CGIL, bajo la divisa del compromiso histórico.
La
letra fue escrita por Tamames y José Luis Leal, entonces director
general de Política Económica. Los trabajadores renunciaban al
crecimiento de los salarios por encima de la inflación (entonces situada
en un vertiginoso 22%) a cambio de un primer reconocimiento de las
libertades públicas, antes de la Constitución. Devaluación con menos
huelgas. Paz social a cambio de derechos, entre ellos, una mayor
libertad de prensa, la despenalización del adulterio y una primera
restricción de la jurisdicción militar. Y otro punto importante, a veces
olvidado: un fuerte impulso presupuestario para la extensión de la
escuela pública. Los pactos se cumplieron de manera incompleta, sin
órgano de seguimiento.
Comisiones Obreras actuó de garante social, con fuertes
tensiones en su interior. UGT, a remolque. Los eurocomunistas operaban
como partido socialdemócrata. Intentaban competir con el PSOE en su
propio terreno. (Unos años antes, aún en la clandestinidad, Tamames
había propuesto a Carrillo tomar la iniciativa y rebautizar el PCE como
Partido Laborista).
Los pactos de la Moncloa no gustaron a la derecha
crítica con Suárez, que fue acusado de ceder demasiado. También
disgustaron a los comunistas que aborrecían el reformismo eurocomunista.
Ellos también creían que se había cedido demasiado. El PSOE ganó la
partida en 1982, el PCE se convirtió en un fósil y desde entonces a los
socialistas nada les haría sombra a su izquierda, exceptuando el
meteorito Julio Anguita en 1993-96.
Treinta y cuatro años después, un nuevo sujeto político
no del todo identificado proyecta una temible sombra sobre el PSOE. Le
ha derrotado en las grandes ciudades, le está noqueando en Catalunya,
País Vasco y Galicia y amenaza con adelantarle en unas próximas
elecciones generales.
Podemos no es la reencarnación del PCE, pero transporta
en su interior la lectura crítica de la transición que efectuaron los
comunistas disidentes. Podemos es el Partido de la Protesta ante el
deterioro y posible desmantelamiento de los algunos de los derechos que,
mal que bien, fueron fijados por los pactos de la Moncloa, primer gran
contrato social de la España moderna. Muchos de los jóvenes votantes de
Podemos han accedido a la universidad desde la escuela pública protegida
por el pacto de 1977.
Podemos es un sujeto aún provisional con bríos de
adolescente.
No quiere ser fuerza subalterna. No quieren servir los
cafés a los gatos viejos de la calle Ferraz. El PSOE les teme, y ellos
temen la veteranía de los socialistas. Todo es nuevo y viejo a la vez.
Regresa la pugna de los setenta con nuevos formatos. Tensión freudiana.
Pedro Sánchez podría llamar al primer ministro
socialista portugués António Costa y decirle: “Los podemistas de los
otros siempre son mejores que los nuestros”.
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