“La firmeza frente a los que atentan –dicen– contra nuestras libertades, en algunas bocas no son más que la libertad de vender armas al precio de cualquier vida, de fomentar las desigualdades, reprimir o manipular”.
Hoy es Niza. Vidas rotas sobre el suelo
de una ciudad maravillosa que celebraba como toda Francia aquel lejano
triunfo de la libertad “contra la tiranía”. Los atentados terroristas
han entrado en una rutina trágica. Por más controles que establezcan, no
parece fácil evitar que un fanático -por el motivo que sea- coja un
simple cutter como ocurrió el 11 de septiembre de
2001 en los aviones que se estamparon en Estados Unidos, explosivos en
numerosos lugares o un camión cargado de odio lanzado este 14 de Julio
contra la Costa Azul. El protocolo es el mismo. Balance de víctimas.
Autoría. Un sinfín de declaraciones políticas y condolencias. “No hay
españoles”, en nuestro caso. El circo de la visceralidad. Y repetir y
repetir hasta la extenuación. Poco del cruce de intereses, de la
hipocresía, de la demagogia y de cómo se saca provecho del dolor y el
miedo de la población. Nada apenas sobre atajar con eficacia las causas.
De establecer al menos cortafuegos útiles.
La práctica se altera un
tanto cuando el atentado, con los mismos muertos y heridos, la misma
tragedia, no obedece a un islamista radical. Entonces se desactiva en
gran medida la atención y se atribuye invariablemente a un “perturbado”
que va por libre. Cualquier origen remoto que pueda vincularse al
fundamentalismo de este signo servirá para fijar la duda en certeza, sin
embargo. Ha nacido la figura mediática del “lobo solitario por
emulación”.
En todo caso sigue el mismo rito: balance, declaraciones,
llantos, miedo, repetición inagotable. Poca búsqueda de causas y
soluciones racionales. Y, desde luego, el aumento de medidas represoras.
Así leemos: Hollande prolonga el estado de excepción
tres meses, España refuerza la frontera con Francia, el Gobierno convoca
una reunión del Pacto antiyihadista (antes llamado antiterrorista).
En un mundo cada vez más desigual y arbitrario -que es factor esencial a valorar-, el integrismo yihadista
se brinda como estandarte de esa ultraderecha que crece en Europa y más
allá y que ha causado incontables víctimas en un pasado cada vez más
cercano. Al menos de repetirse. Ya vuelven las declaraciones llamando a
“repensar” la integración de los emigrantes, aunque se trate de personas
nacidas en el propio país contra el que atentan. La excusa para los
fines propios presta a ser utilizada.
La firmeza frente a los que
atentan –dicen– contra nuestras libertades que, en algunas bocas, no son
más que la libertad de vender armas al precio de cualquier vida, de
fomentar las desigualdades, reprimir o manipular.
Aquel 11 de septiembre sí
marcó un giro en la historia de nuestra civilización. Los 3.000 muertos
de las Torres Gemelas, terribles, desgarradores, los vengó el gobierno
estadounidense en una cifra similar de afganos civiles. Daños
colaterales de la búsqueda de Bin Laden, infructuosa entonces. Afganos
que vivían en la Edad Media, con una esperanza de vida de 46 años, y que
en su precariedad no llegaron a ver ni la imagen de aquél por cuya
causa se les castigaba. Así sucede siempre con las víctimas de primera y
de segunda, igual de lamentables.
La deriva del mundo desde
entonces no ha dado tregua. La seguridad –que jamás puede garantizarse
por completo– se ha llevado por delante muchas libertades. Y no
precisamente para evitar atentados.
Ya nadie sensato duda –y menos tras
el informe británico Chilcot –
que aquella invasión ilegal de Irak, protagonizada por Bush, Blair,
Aznar y Barroso (con un apéndice australiano) fue el arranque del hoy
conocido como ISIS o Daesh. Las arbitrariedades que dieron lugar a las
primaveras árabes encallarían en muchos de los países protagonistas pero
sobre todo en Siria que vive desde entonces una cruenta guerra civil.
Arrojando refugiados, por cierto, que nuestros gobernantes dejan
ahogarse en el Mediterráneo sin mayor problema de conciencia o encierran
en campos que tanto se parecen a los de concentración nazis, o
intercambian por favores con el dudoso amigo turco.
Lobos solitarios o en manada, las causas son profundas y precisan soluciones. Olga Rodríguez, tantas veces testigo directo de los hechos, lo explicaba en este documentado artículo: Cómo surge el ISIS, cómo se financia, quienes hacen la vista gorda. Y añadía:
“ Los
aliados de EEUU en Siria en la coalición que bombardea el país han sido
entre otros la monarquía absolutista de Arabia Saudí, que sigue
consintiendo el apoyo al Daesh desde su país. Washington y los saudíes
también operan juntos, con Emiratos, en la coalición que bombardea
Yemen, donde están creando más caldo de cultivo para el terrorismo con
ataques como el que el pasado septiembre mató a 131 personas e hirió a
cientos más. Las matanzas como la de París son habituales en Oriente
Próximo y Medio, ya sea por ejércitos o por grupos terroristas. La
llamada guerra contra el terror, la estrategia de las bombas y las
intervenciones, se ha mostrado ineficaz: lejos de menguar, el terrorismo
y la violencia crecen”.
La hipocresía occidental
–nuestros actuales líderes al frente–, no solo festeja al régimen saudí
como muestran numerosos registros gráficos, sino que le vende armas en
cantidades récord. Así funciona esto. Luego lloran en público en la que
llaman lucha contra el terror.
El papel del gobierno de
Hollande en Francia todavía es más flagrante. Según contaba Íñigo Sáenz
de Ugarte, cuando los atentados de París, en este otro artículo cuajado de claves:
“Hollande,
el nuevo campeón de la lucha contra el terrorismo yihadista, viajó
recientemente a Arabia Saudí para vender cazas militares por valor de
6.000 millones de euros, además de otros muchos contratos civiles. Si
ISIS es el mal absoluto, parece que eso no impide hacer negocios con los
arquitectos de ese mal en caso de obtener beneficios económicos”.
Las lágrimas por el dolor
inmediato no deben empañar nuestra mirada para ver el origen de los
males y los remedios posibles que no se emplean. Para desenmascarar
tanto teatro y tanta ascua que se arrima a toda sardina que sirva para
cocer sus guisos. Con qué desfachatez la encienden mientras se asombran
de que la cerilla prenda fuego. Cómo van acotando a la ciudadanía para
operar sobre ella.
Cambien el foco si pueden, aunque no sea fácil. Entre
los llantos reales y lógicos de los afectados o de la buena fe
atemorizada, reparen en los hilos.
Despojados de sus caretas,
los responsables aparecen como el eje del escenario en el que víctimas
rotas por diferentes barbaries actúan de decorado y reclamo.
Rosa María Artal | El Diario | 15/07/2016
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