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viernes, 16 de septiembre de 2016

Los hijos: el precio de las mujeres que no tienen nada

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La corrupción no solo es política, no solo económica. Hace cinco años, una niña de catorce se quedó embarazada en un centro de menores. ¿Quién era el padre? No se sabe. ¿Quién investigó los hechos, asumió responsabilidades, presentó su dimisión? Nadie. ¿Cómo es posible que esa niña se fugara, que llegara sola hasta Guinea, que a su regreso la internaran en el mismo centro?


Ahora dicen que fue una adolescente problemática. ¿Y qué otra clase de adolescencia habría podido tener? Lo demás es lo de siempre. Que bebe, que va a los bares, que lleva escotes y minifaldas, que discute con su pareja. ¿Eso ha inhabilitado alguna vez a un hombre para ser padre?


Quienes esgrimen estos argumentos en contra del cumplimiento de una sentencia judicial, declaran pensar en el bien del menor. ¿De cuál de los dos? Una niña de catorce años, físicamente esplendorosa a juzgar por el esplendor de la mujer en la que se ha convertido, ¿no era menor? ¿No debería haberse garantizado su protección? ¿Acaso hay derecho a que, en pleno siglo XXI, las mujeres pobres, jóvenes y solas, sigan pariendo hijos para que se los quiten invocando su condición moral o su situación económica, como en las novelas de Galdós?


No se engañen. Con independencia de su aspecto, del color de su piel, cualquier adolescente habría podido correr la misma suerte con la única condición de ser fértil. Desde los albores de nuestra civilización, los hijos han sido el precio, la utilidad de las mujeres que no tienen nada. Es otra variedad criminal del machismo, un monstruo que come de todo y siempre tiene hambre.


Almudena Grandes



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