Si usted estuvo en el Congreso durante los dos días de la reciente moción de censura,
o vió la misma por televisión, tuvo mucha suerte: pudo presenciar en
directo un resumen perfecto del momento que vive la política española.
No, no me refiero al brillante discurso de Irene Montero, a las réplicas grises de Mariano Rajoy o al irregular mensaje de Pablo Iglesias.
Hablo del sutil detalle que refleja el estado de nuestra política, la
realidad de nuestro Gobierno, el nivel de un partido líder.
Hablo de la
sonrisa de Rafael Hernando. No en su alegato de
clausura, cara de vinagre, machismo y sucesión de mentiras. No. En su
sonrisa de antes y después de esos ladridos finales.
Todo estaba en esa sonrisa repugnante, a
veces despectiva, en ocasiones cínica, siempre engreída y soberbia. Una
sonrisa que tenía algo de equino y mucho de hiena. Una sonrisa que en
realidad era una burla. El gesto del que tiene la sartén por el mango,
mira a su alrededor y piensa: “¡Que os jodan”.
La risa del que se siente
superior, del que se sabe intocable, del que disfruta con aquello que
al resto nos estremece: los recortes, el paro, la pobreza energética,
los contratos basura, las colas en la sanidad, la corrupción…
En la sonrisa de Hernando pudimos ver reflejados, como en un anuncio de dentífrico, los rostros de Bárcenas y Granados, de González y Correa.
Entre esos dientes impecables vislumbramos restos podridos del “Luis,
sé fuerte”, de discos duros destruidos, sobres con dinero negro e
incluso informes de la UCO. Hernando se reía con gusto porque está
dopado, como todo su partido. Y porque se sabe protegido por el poder,
por la oligarquía, por la prensa, por la justicia, por la ignorancia de
un país que cada vez es más desigual, más injusto, peor.
Hernando se reía a gusto porque estaba
en su hábitat: la cochiquera de la vieja política, el fango moral. Justo
en ese lugar apestoso, entre Rajoy y Montoro, entre Cospedal y Catalá,
es donde Hernando se sabe ganador y se descojona con ganas. Carece de
vergüenza, con lo cual es capaz de burlarse con igual gracejo de un
desahuciado que de una anciana que busca a su padre en una cuneta.
Hernando es el tipo capaz de decir, en
el Congreso de los Diputados y sin ruborizarse, que “el PP es un partido
honrado, decente y honesto”. ¿Le parece el colmo de la desvergüenza?
Pues no se pierda su aparición final, en la que habló de “la relación”
entre Irene Montero y Pablo Iglesias, confundiendo el órgano
constitucional que representa al pueblo español con un plató de
Telecinco.
Se le fue la mano. Una cosa es embarrar y
otra el machismo. Iglesias no entró al trapo, y despachó con rapidez e
higiene a un portavoz popular que se fue con el rabo entre las
piernas.
Si usted se fijó bien en ese último Hernando, si tuvo el
estómago suficiente como para mirarle bajo la nariz con detenimiento,
quizá encontró en su boca torcida un resquicio de amargura.
No, no, eso
que dice usted es solo odio. Yo me refiero a la hilaridad exagerada del
que pierde los nervios, del que sabe que no tiene futuro, del que es
plenamente consciente de que sus días están contados. Para el PP la
cuenta atrás comenzó hace tiempo.
Es el fin de una época, de una
política.
Solo falta saber cuándo y cómo se tragará Hernando su sonrisa.
Javier Pérez de Albéniz | Cuarto Poder | 16/06/2017
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