No creo equivocarme al afirmar que las tertulias políticas en los
medios audiovisuales tiene un historial similar al del propio régimen
del 78. No es posible rastrear antes algo así, porque para la pluralidad
de opinión se requiere una libertad política de la que carecíamos
antes.
Desde entonces, no hay emisora que se precie que no contenga esas tertulias en su programación, ni plató que no haga lo propio, salvo en la televisión autonómica de este Principado, que las elude.
El auge del formato ha llegado hasta tal punto que está presente cada mañana en los diversos canales, tanto de la televisión pública del PP como de la privada.
En la primera, con periodistas leales al gobierno a la usanza del viejo régimen.
En la segunda, con dos canales en febril competencia, dentro de la misma franja horaria, y sendos programas de similar duración, parecido intervalo para la publicidad a mitad de emisión y un mismo asunto casi monotemático: la corrupción política.
Observen y vean, quienes puedan disponer de alguna mañana libre para estos ociosos quehaceres, la pugna que Atresmedia y Mediaset sostienen a cuenta de ese ominoso lodazal de nuestro tiempo.
Tanto el presentador de “Al rojo vivo” como el de “Las mañanas de Cuatro” no dejan de darnos noticia, con la correspondiente entonación de alarma en cada caso, de una corruptela sobre otra, como si asistiéramos a un carrusel de mamandurrias patrias del que exclusivamente se nutriera la actualidad y sin cuyo fermento no tuviera sentido el programa ni la convocatoria de los correspondientes tertulianos.
El espectáculo puede ser más o menos airado, según qué canal y presentador, pero dígase lo que se diga sabemos que la tertulia no será noticia si no levanta algún titular desaforado.
El mejor ejemplo de lo que digo tiene su plasmación semanal en el programa “La sexta noche”, que se emite todos los sábados hasta primeras horas de la madrugada. Atresmedia ha concebido el plató como un gran espacio escénico en el que se concitan casi siempre los mismos profesionales de la información, con una presencia algo más variable de los representantes políticos de cada partido.
Como el telespectador no ha tenido suficiente dosis con el menú diario del carrusel de pudriciones, este programa viene a culminarlo a modo de traca masiva e intensiva de envites entre algunos de sus concurrentes fijos, que pocas veces dejan de ser noticia, pues las refriegas suelen llegar hasta ese punto en que, gracias a la zafiedad, la falacia, la intransigencia, la arrogancia, la pulla o el menosprecio mutuos, obtienen su consiguiente repercusión mediática.
De ese modo se ceba el deplorable espectáculo de la opinión a gritos y agravios, que malcría a la audiencia pero engorda la publicidad.
Desde aquellas primeras tertulias políticas en la radio de la Transición han pasado muchos años, y posiblemente nadie imaginó entonces que iban a cundir en grado tal y de manera tan fragorosa y camorrista, como si la educación democrática y cívica nos fuera ajena, ya sea entre ciertos periodistas de dudosa fiabilidad deontológica como entre algunos políticos de menesteroso y catequizado discurso.
Tampoco nadie calculaba hace cuatro décadas que el asunto recurrente de debate en los platós televisivos iba a ser, al extremo de un hartazgo que comienza a ser tedioso, la corrupción política, conformando un dúplex político/periodístico tan poco edificante como notorio por su clave sainetesca: porque el espectáculo de corruptores y corruptos sigue, los tertulianos se encrespan, pero en el sexto país más endeudado de la UE nadie paga por lo que roba y debe, que es mucho.
*Artículo públicado en el último número de la revista Atlantica XXII.
Félix Población | Diario del Aire | 11 julio 2017
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