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lunes, 18 de febrero de 2019

La pareja española que lo ha dejado todo para crear un santuario de animales

 Pablo Aguilar y Bea López, rodeados por algunos de sus animales en las instalaciones de Arcadia, en Lucena del Cid (Castellón)./ 


Pablo Aguilar y Bea López, rodeados por algunos de sus animales en las instalaciones de Arcadia, en Lucena del Cid (Castellón). 

 

Bea y Pablo dejaron el periodismo para abrir Arcadia, un refugio donde conviven caballos, perros, cabras, ovejas... Solo acogen ejemplares viejos o enfermos



Artax' entró en Mas de la Madalena renqueando. 'Artax' era un esbelto trotón francés con el lomo a 1,80 del suelo. Era un caballo flaco, viejo y elegante al que habían sentenciado porque cojeaba al andar.


Ya no valía. Y como ya no era útil, lo mejor era quitarlo de en medio. Matarlo. Alguien se apiadó de él en el último momento. Le dieron una vida más en Arcadia, el refugio que Bea López y Pablo Aguilar tienen en el interior de Castellón. Y allá que se fue con su paso penoso.


Bea se enamoró de 'Artax'. «Era un caballo educado y guapo, el yerno perfecto». Ella se empeñó en que ese tiempo de propina fuera más agradable. Una plácida jubilación. Por eso buscó y rebuscó en internet hasta que dio con Mario, un quiropráctico equino que accedió a ofrecerle sus manos curativas. Mario lo miró por delante y por detrás.


 Lo observó caminar y escuchó su historia, que 'Artax' llevaba años sin tumbarse porque luego era incapaz de levantarse. Después lo agarró con fuerza y 'clac'. 'Artax' resopló de alivio. Y otro 'clac'.


 Y otro bufido. Y otro 'clac'. Mario descubrió que la única deficiencia del trotón francés era una ciática y, días después, ese caballo imponente condenado por cojo trotaba feliz por el campo.


'Artax' fue uno de los privilegiados que se benefició de Arcadia, el proyecto de este matrimonio que hace catorce años decidió pegar un volantazo, dar un portazo en la oficina y mudarse a Mas de la Madalena, donde viven haciéndose cargo de una casa rural que llevaba años abierta en el municipio de Lucena del Cid, en la comarca del Alcalatén, en el interior de Castellón.
 
 El detonante fue un viaje de verano por la costa atlántica de Francia. De San Juan de Luz a Normandía. 

 

Un recorrido sin pisar autopistas ni grandes carreteras, solo por vías secundarias, donde había otra condición, no atravesar una gran ciudad.

 Solo pueblos y aldeas.

 «En una de esas localidades, en una sidrería ecológica situada en la Bretaña, nos cruzamos con una joven vestida con un mono de trabajo y llena de barro y porquería por encima de las rodillas. 

Iba sonriendo y se la veía feliz.


 Al contemplarla, pensé de inmediato: 'Yo quiero esa cara de felicidad'», rememora Bea.


«Solo tenemos el número de animales que somos capaces de cuidar» Pablo Aguilar - 45 años 

«En la última etapa de su vida, queremos que tengan un buen final» Bea López - 43 años


Aquel verano de 2004 volvieron a casa con una experiencia en la popa y un sueño en la proa. Abandonaron el periodismo para hacerse granjeros, gente de campo en un terreno de catorce hectáreas, a 960 metros de altitud, donde se funden el bosque mediterráneo y el continental, el pino y la carrasca, la brisa del mar que casi puede atisbarse desde algún pico cercano y el frío aliento de la España vacía que renquea como 'Artax'.


Soltaron el micrófono y la tecla, cerraron el bungalow de la playa de Benicàssim, cogieron sus dos mascotas caninas «de un palmo» y se plantaron en el monte. De vez en cuando, Pablo, socio del Valencia durante 25 años, cogía el coche y se plantaba en 75 minutos en Mestalla. Allí se dejaba abrazar por la muchedumbre, gritaba «¡gol!» y regresaba raudo a su retiro soñado.

«Poco a poco fueron llegando los animales», recuerda Pablo. Su primera 'inquilina' fue 'Arcadia', la cabra de Arcadio, un pastor. En aquella época, el hermano de Pablo, José, le hablaba a Bea sobre la historia imaginaria de Arcadia. La castellonense no prestaba demasiada atención a la leyenda. Pero cuando murió José, buscó su significado y le dijo a Pablo que estaba claro que el nombre de su proyecto vital tenía que ser ese, Arcadia.

'Beethoven', el perro sordo


Aquello, rodeado de masías que evitan la sensación de soledad que a veces acompaña este tipo de vida, no es un refugio de animales. Hay dos filtros antes de la entrada. Uno es que el censo no supere sus capacidades. «Solo tenemos lo que somos capaces de cuidar». El otro, que el animal que llegue tenga algún problema y necesite ayuda.


 Unos se ven, como los bultos que hay por el cuerpo de 'Santa', incluido uno sobre la columna vertebral que impedía ensillar a esta yegua blanca y, por lo tanto, la convertía en 'inútil'. O como esos dos perros hermanos: 'Can' y 'Set'. Uno es tuerto; el otro, ciego. O como ese dogo argentino que está de espaldas, a lo suyo, mientras la manada sale corriendo y ladrando a recibir al técnico de Movistar. 'Beethoven' se queda porque es sordo y no se ha enterado de que han salido escopetados.



Si 'Beethoven' te ve y arranca hacia ti con su musculoso corpachón blanco, te tiemblan las piernas. Es inquietante ver venir a un poderoso perro de presa. Pero 'Beethoven', además de sordo, es un bendito.
 
Se tiró varios días en la carretera esperando a su amo, un desaprensivo que lo dejó en el arcén sin chip ni honra y ahora lo único que persigue es cariño.
  Por eso te golpea en la mano con la cabeza una vez tras otra, para que dejes de escribir en la libreta y le rasques el lomo. Está obsesionado: solo quiere cariño y nunca tiene bastante. «Es un perro ideal para un chalet. Está sano y repuesto de su trauma. Está para que sea adoptado, pero, a pesar de que es inofensivo y excepcionalmente cariñoso, a la gente le para porque es un perro de presa. Es una pena».

Arcadia se sustenta sobre cuatro pilares: comida, agua, un lugar confortable para vivir y relaciones sanas. «Si todo el mundo tuviera esto, no existirían las guerras», dispara Bea. Y esa filosofía la aplican para ellos, pero también para los animales, para las plantas, para la tierra. Para la Naturaleza.


 Por eso rechazan las etiquetas de vegetarianos o veganos. «Nosotros no comemos carne, pero tampoco huevos de gallinas encerradas en jaulas. Pero sí consumimos huevos de nuestras gallinas, que están libres. Solo queremos tener una alimentación que respete a los animales y a las plantas», argumenta Bea, que tiene 43 años, la ropa gastada y una sonrisa que sería la envidia de la Bretaña.

El proyecto

Financiación
 
Bea López y Pablo Aguilar, los dueños de Arcadia, prácticamente viven de la gestión de Mas de la Madalena, la casa rural que tienen en el término de Lucena del Cid, en el interior de Castellón, junto a su refugio. 
300
euros al mes cuesta la alimentación de un caballo. Ahora mismo tienen cuatro y hay que sumarle veterinarios, medicación... Han hecho una campaña de 'crowdfunding' para poder costear el forraje. 
600
euros es la cantidad que tienen que desembolsar cada vez que se les muere un caballo: 300 por la retirada del cadáver, el alquiler de la máquina que acude a recogerlo con una pala y otros gastos. 
Concepto
Arcadia es un espacio de respeto a la naturaleza y cualquier forma de vida. «El refugio no es lo más importante: nos gusta transmitir valores a la gente que viene a ver esto», señala Pablo. Por coherencia, se están fabricando una bioconstrucción con materiales cercanos. 
Despedida
Muchos de los animales que acogen están en el tramo final de su existencia. «Hace cuatro inviernos se nos fueron cinco de toda la vida. Lo pasé muy mal y algo me hizo click para no sufrir. Ahora lo que hago es agradecer mucho el tiempo que hemos compartido», dice Bea. 
Con el tiempo también han aprendido que humanos y bestias no son tan diferentes. «Si a nosotros no nos gusta que nos toquen, ¿por qué lo primero que hacemos al ver un animal es ir a tocarlo?». Pero esto, como muchas otras enseñanzas, no viene en los libros.


 Y ahí reaparece 'Artax'. «Él me lo enseñó todo», reconoce Bea mientras mira de reojo a los caballos, sus movimientos, la colocación de sus orejas para prever lo que va a pasar, lo que quieren...


«Él me lo enseñó todo. Primero me subí encima de él, hasta que comprendí que no tenía sentido, no había un porqué. Como el día que intenté ponerle el hierro en la boca y se tiró hacia atrás. Me estaba diciendo que no quería».
 

Organizan visitas


Los inicios fueron costosos, pero, catorce años después, ya tienen cierta experiencia. «Al principio te das cuenta de lo ignorante que eres, así que solo te queda observar y preguntar, si es que hay alguien a quien preguntar. Nuestra generación tiene una llave en la mano: la gente que sabe (los secretos del monte) ya es muy mayor y si no aprendemos nosotros, se perderá».

Por eso aprenden y transmiten. Primero a sus hijos: Aitana, de 12 años, y Óscar, de 9. «La mayor ya sabe leer el bosque y es capaz de encontrar agua. Espero que nunca le haga falta, pero aprende unos valores», presume su madre. Pero también enseñan a quien tenga un mínimo de interés o curiosidad.


Por eso organizan visitas con particulares, con ancianos, con gente con alguna deficiencia...

 El sol atempera el atardecer, pero en cuanto se retira, parece que falten cremalleras. Los caballos se van yendo hacia un cercado al que acuden por costumbre, porque allí tienen forraje al final del día.


Pero las puertas están abiertas y ellos eligen. Pablo y Bea miran satisfechos su obra. Los caballos, la burrita, la oveja, las cabras, las ocas, las gallinas, un pavo real... «En la última etapa de su vida, queremos que tengan un buen final». La luz del ocaso es preciosa, como el entorno.


 Tienen la vida que quieren y por eso celebran su apuesta, como recuerda Pablo, de 45 años.


 «La duda era comprar un coche o una montaña. Y nosotros elegimos una montaña».




Lucena Del Cid



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