Es inquietante escribir en una redacción semivacía y sólo
con la presencia de hombres. Marta, Vane, Esther, Mónica, Anna, Júlia,
Laia, Airy, Txell, Núria, Laura, Elma, Silvia, Loli, Noe, Sandra, Sonia y
todas las demás hoy no han venido a trabajar. Hacen huelga. Yo soy su
jefe, palabra que odio desde que se me aplica. Era más cómodo hablar de
jefes cuando lo eran otros.
A veces me pregunto cuántas veces habré
tenido un comportamiento, una actitud o una frase machista y ellas
habrán callado por no llevarme la contraria. Me jodería que eso hubiese
sucedido, pero no lo descarto. Ninguno de nosotros es el mismo desde
hace unos cuantos años. Pero seguro que seguimos cagándola, porque el
machismo está instaladísimo, apalancadísimo, y darse de baja es más
difícil que borrarse de Jazztel.
Me sorprendí el otro día cuando un señor en el aeropuerto
se giró descaradamente a mirarle el culo a una señora, sin disimulo, a
saco, ante la mirada atónita (no al culo, sino al señor) de otros
hombres que contemplábamos la escena. ¿Cuántas veces habremos mirado
culos de esa manera –o parecida– todos los que ahora afeamos esa
conducta? Que progresemos lenta pero adecuadamente no significa que no
haya que seguir luchando contra nosotros mismos.
Durante estos días más de 20.000 mujeres venidas en su gran
mayoría de Marruecos se van a juntar en unos pocos pueblos de Huelva
para hacer un trabajo que la mayoría de los autóctonos no queremos
hacer: recoger fresas. Se paga a seis euros la hora. El trabajo es duro.
Se trata de estar durante siete horas agachadas recogiendo la fruta
bajo el plástico de los invernaderos.
Unos 90 kilos de fresas al día por
trabajadora. Casi ninguna de esas mujeres hizo huelga ayer. Hablando
con alguna de ellas, ni entendían el concepto huelga.
El año pasado hubo un par de denuncias por abusos sexuales a temporeras. Los empresarios se defienden diciendo que las denuncias son falsas y que lo que buscaban las mujeres era poderse quedar en España. A cara tapada –hay demasiado miedo como para enseñar el rostro–, algunas de las temporeras han querido darnos su testimonio.
No sólo avalan la tesis de los abusos sexuales, sino que nos han narrado en primera persona sus experiencias. Insinuaciones por parte de algún empresario de “si quieres trabajar, ya sabes lo que tienes que hacer”. O encargados mostrando un billete de cincuenta euros a empleadas extranjeras, intentando comprarlas a cambio de sexo.
O comentarios en voz alta entre ellos diciéndose: “¿Tú, cuánto tiempo hace que no te acuestas con tu mujer? Porque mira que aquí lo tienes fácil…”, señalando la cantidad de mujeres que había trabajando en el campo. No son testimonios de hace 20 años. Son testimonios de la semana pasada.
Muchos leerán esto y no las creerán. Ellas no tenían ningún
motivo para mentir. Tampoco muchos creyeron en su día a Zaida cuando
denunció que en el ejército español habían abusado de ella. Ni a Marina,
cuando nos explicó las vejaciones que sufría por parte de su novio. Hay
que ser muy valiente para dar ese paso. Y si tu situación es tan
vulnerable como la de las temporeras, todavía más.
Durante los últimos años, he podido ir a Siria gracias a
mujeres kurdas dispuestas a dar su vida por la nuestra. He compartido
habitación con mujeres camboyanas que cosen las camisetas que compramos a
cuatro euros en nuestras grandes superficies. Me he emocionado con
Bea, cuya lucha sirvió para desmontar la trama de toda una
administración para ocultar lo que realmente pasó en un accidente de
metro.
Tenía la sensación de que últimamente la mujer había sido
más protagonista en Salvados. Pero hice números: 4.680 minutos
protagonizados por hombres. 1.800 minutos protagonizados por mujeres.
Gracias a las que ayer hicisteis huelga. Gracias por no
ceder. Gracias por seguir. “La única lucha que se pierde es la que se
abandona”.
Tengo la sensación de que ahora la lucha que más vale la pena es la vuestra. La nuestra.
Jordi Évole
Tengo la sensación de que ahora la lucha que más vale la pena es la vuestra. La nuestra.
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