Pesimismo
entre los asistentes a la reunión contra el cambio climático de Madrid, a
la que no han asistido los grandes líderes del planeta con poder para
cambiar el disparatado modelo productivo.
Fabricar
la camiseta de algodón que llevamos puesta requiere 2.500 litros de
agua.
Un pantalón vaquero precisa más de 10.000 litros del líquido
elemento.
Cuando compramos estas prendas en la tienda no reparamos en lo
que cuesta elaborarlas.
Además, el vendedor no nos informará sobre esta
cuestión porque en primer lugar es probable que ni siquiera lo sepa y,
aunque esté al corriente, callará porque decirlo es malo para el
negocio.
¿Y si miramos las etiquetas? Quizá en ellas ponga el manido “made in China”, pero
eso no significa necesariamente que el material provenga de aquel
lejano país asiático. Vivimos en un mercado globalizado.
El algodón se
cultiva en muchos lugares del mundo, cada cual con su propia calidad y
con sus propios métodos de producción que precisan una cantidad de agua
diferente y conllevan una desigual actividad contaminante.
No existe
ningún seguimiento o control de todo ese proceso industrial ni de ese
itinerario comercial desde que la camiseta o el pantalón salen del punto
de origen, generalmente un país en vías de desarrollo, hasta que se
vende al otro lado del mundo.
Pero
aún hay más. Una tercera parte de la superficie del planeta se destina
ya a producir cultivos para alimentar ganado. Según el último informe de
la Organización para la Alimentación y la Agricultura de Naciones Unidas (FAO), la
ganadería es responsable del 14,5% de las emisiones de gases de efecto
invernadero producidas por el ser humano: la misma cantidad generada por
todos los coches, aviones, barcos y trenes del mundo.
Producimos
demasiado, consumimos demasiado, derrochamos demasiado. La explosión
demográfica es imparable y la Madre Tierra ya no da para más.
Las
cifras oficiales dan una vaga idea del reto cósmico al que nos
enfrentamos y lo lejos que estamos en el camino para vencer la batalla
contra el cambio climático. Además, nos colocan ante una realidad que
incumbe a cada uno de nosotros y ante unas cuantas preguntas incómodas:
¿estamos dispuestos a renunciar a nuestra forma de vida basada en el
consumo voraz y el despilfarro?
¿Estamos todos de acuerdo en que nuestro
modelo productivo económico es insostenible y urge cambiarlo antes de
que sea demasiado tarde, si es que no hemos atravesado ya el punto de no
retorno tal como advierten los científicos más pesimistas?
Más allá de
si unos países contaminan más que otros, si las grandes multinacionales
cumplen con los protocolos acordados o si las dos superpotencias más
contaminantes como Estados Unidos o China son
hoy por hoy negacionistas del problema, esa es la clave para afrontar
la mayor amenaza a la que se ha enfrentado la humanidad desde el origen
de los tiempos: transformar radicalmente nuestras economías basadas en
la superproducción a escala global y en el agotamiento de los recursos
naturales y energéticos.
La Cumbre del Clima de Madrid que
arranca hoy debería suponer un importante punto de inflexión, ya que
hemos atravesado todas las líneas rojas, pero los expertos más
escépticos creen que servirá para poco. Grandes líderes mundiales como Angela Merkel o Emmanuel Macron no
han acudido a la cita, de modo que en esta ocasión no quedará ni
siquiera la foto de familia que supuestamente debe servir como revulsivo
para remover conciencias en la opinión pública mundial.
Una vez más nos
encontramos ante un evento internacional cuya organización costará unos
cuantos millones de dólares, que congregará a representantes de más de
190 países con sus ejércitos de científicos y periodistas acreditados y
que dará para interminables reuniones, conferencias y discusiones
bizantinas con el chill out del hilo musical
anestesiando al personal.
Lamentablemente, será la misma farsa de
siempre, la misma pantomima en una gigantesca Torre de Babel de traductores simultáneos donde todos hablarán sin entenderse y sin tomar medidas mientras el gran Diluvio Universal acecha
y los últimos osos polares, ballenas y elefantes mueren asfixiados por
la contaminación y el calor.
Los poderes fácticos que mueven los hilos
del mundo volverán a hacer oídos sordos a las reprimendas de la
niña-adulta Greta Thunberg y a los tristes tambores y cánticos de los indios del Amazonas, convidados de piedra que quedarán de nuevo a las puertas de la cumbre para dar color y poco más.
Lo
más probable es que lo que se firme en la cumbre quede en papel mojado
al día siguiente entre los restos de los canapés, las moquetas apiladas y
las cohortes de asesores dormitando en los pasillos y salas de Ifema.
Todo quedará aplazado para la próxima cumbre, que cada vez será más
alta e inexpugnable.
Entre tanto, la Tierra seguirá agonizando sin que
el estúpido e indolente ser humano tenga voluntad real de reaccionar ni
de cambiar nada.
Con los negacionistas de Trump propagando su estúpida
ideología fascista por todo el planeta (en España ya han abierto una sucursal llamada Vox)
todo será más difícil y detener la catástrofe universal resultará
imposible en menos de cincuenta años.
Un auténtico apocalipsis que ya ha
comenzado y del que apenas nos hemos dado cuenta.
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