Cuando ruge la Tierra
Al fin y al cabo, son el fuego y el agua y el viento los que crean la vida y la saben destruir
De vez en cuando la naturaleza nos recuerda que existe. Vamos por la
vida acelerados, con nuestras cuitas acaparando los sentidos, alejados
de la conciencia de nuestra fragilidad.
Pero de golpe, como si fuera una
intrusa, la naturaleza quiebra tierras, escupe fuego, agiganta mares y
hace soplar al dios de los vientos, y entonces impone su ley y su
tiempo.
Cuando ello ocurre, la Tierra deja de ser ese escenario
indefenso ante nuestros atropellos, para mostrar su indomable fuerza,
más allá de nuestra diminuta existencia.
Lo vemos ahora con el volcán
que ha activado su furia en Islandia y ha paralizado la actividad aérea
de todo el norte de Europa. Y lo hemos visto también en China, donde la
muerte siempre se cuenta por centenares.
Y en Chile y antes en Haití y
en todas partes donde aparece su carácter indómito y altivo.
Huracanes,
volcanes, terremotos, tormentas perfectas, la naturaleza existe y,
aunque habitualmente muestra su cara más bella (esa cara que nos
empeñamos en destruir día a día), también gusta de recordar su inmensa
furia.
Al fin y al cabo, son el fuego y el agua y el viento los que
crean la vida, tanto como saben destruirla.
Y nosotros, seres
ambiciosos y petulantes, enfermos de una egolatría sin límites, nunca
recordamos que sólo somos una concesión de su voluntad.
Quizás un simple
y etéreo azar. El gran filósofo inglés sir Francis Bacon, canciller de
Inglaterra, alumno del Trinity College de Cambridge y uno de los
miembros más notables de la misteriosa orden del Rosacruz, escribió que
"sólo se doblega a la naturaleza, obedeciéndola".
Probablemente Bacon
pecó de optimismo cuando hizo esta reflexión, porque nada doblega a la
naturaleza. Perdidos en la nada del universo, somos como un cristal de
Bohemia en sus manos, capaz de hacerse añicos con cualquier meteorito
que se cruce en el camino.
Un bello trozo de tierra y agua, al vaivén de
un sol caprichoso y finito. Pero a pesar de nuestra extrema
vulnerabilidad, Bacon tiene razón en la bella intención de sumensaje.
La
única forma, no de dominar a la naturaleza, pero sí de gozarla y
preservarla, es obedeciendo sus leyes básicas. ¿Cuáles son?
Probablemente las que señala el sentido común: no destruir los entornos,
dar oxígeno a todas las especies, no desequilibrar brutalmente la
biodiversidad y, por supuesto, no agotar los recursos.
Y, como es bien
sabido, hacemos todo lo contrario. Ciegos en nuestro viaje a la nada,
los seres humanos nos hemos reproducido enloquecidamente, hemos
destruido todos los entornos y hemos quebrado cualquier posibilidad de
equilibrio vital. Somos el virus del planeta, su enfermedad más letal.
Probablemente porque sufrimos, nosotros mismos, de una vanidad también
letal. Y sin embargo, ¡qué poca capacidad de protección cuando su furia
se desborda! Ya lo dijo Carl Sagan, no somos nada más que polvo de
estrellas.
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