En la gestión de la crisis del coronavirus se ha impuesto el paradigma bélico. Un modelo que anuncia graves riesgos contra la democracia y la ciudadanía, al utilizar a los expertos y los medios de comunicación como armas de una guerra inexistente para moldear una autoritaria sociedad del pánico.
En la gestión de la crisis del coronavirus
se ha impuesto el paradigma bélico. Un modelo que anuncia graves
riesgos contra la democracia y la ciudadanía al utilizar a los expertos y
a los medios de comunicación como armas de una guerra inexistente para
moldear una autoritaria sociedad del pánico.
Esto no es lo que parece. No es un artículo con datos de última hora ni
sesudas reflexiones sobre el coronavirus. Tan solo, probablemente, un
panfleto del común -para más señas un panfleto pacifista- de quien no
sabe de nada pero algo percibe. Ni más ni menos.
Recordemos
la famosa escena de Los hermanos Marx en el Oeste. Chico y Harpo
desmontan las tablas de los vagones del ferrocarril para echarlas a la
caldera y que la locomotora a vapor avance a todo trapo. Mientras,
Groucho grita: “¡Es la guerra! ¡Traed madera!”.
Y contra el coronavirus,
¿no estaremos actuando de manera similar? Para alimentar una campaña
bélico-sanitaria, ¿nuestras autoridades desorientadas y enloquecidas no
estarán quemando, en una inquietante versión de los Marx, nuestra frágil
democracia formal y de paso el futuro de nuestra ciudadanía?
De nuevo
escuchamos con cada pitido de la acelerada locomotora gubernamental el
mantra de la guerra contra el terrorismo global tras el 11S, esta vez
explícito y aterrador: más “disciplina social” (Pedro Sánchez dixit) a
cambio de supuesta seguridad y supervivencia.
Veamos los primeros y
alarmantes signos de este peligroso viaje hacia la guerra y el
autoritarismo.
El relato bélico
El
presidente Sánchez da una rueda de prensa solemne para declarar el
estado de alarma que más parece una declaración de guerra: mirada al
frente, puños apretados, apelaciones a la unidad patriótica, sangre,
sudor y lágrimas. A partir de entonces, la escenografía cambia y los
informales jerseys de cremallera de Fernando Simón aparecen flanqueados
por americanas encorbatadas y uniformes cargados de galones y
charreteras.
La gestión burocrática sustituida por la campaña
militarizada. Pero, ¿no se trataba únicamente de aplanar la curva de
contagios para no colapsar el sistema sanitario, pues el virus
probablemente no desaparecerá y tendremos que convivir con sus efectos,
como con la gripe estacional, gracias a una futura vacuna?
Preferimos
no escuchar al Pepito Grillo de la racionalidad y el sentido común;
nuestra memoria franquista se ha activado gracias al marcial ejemplo
chino. La retórica y el relato son claros: esto es la guerra y el virus
nuestro enemigo. El paradigma bélico toma el control: “la batalla contra
el covid19”, “el frente de guerra sanitario”, “todos somos soldados”,
“nuestros héroes“, “¡Venceremos!”… Pero las características de esta
crisis no son las de la guerra convencional.
No hay un país enemigo
enfrente, minimizar el número de ‘bajas’ es lo esencial, la paz no es un
objetivo, etc. Por el contrario, las medidas son las de una guerra
posmoderna –estadísticas, vacunas, información-, sospechosamente
parecidas a las de la primera guerra del Golfo Pérsico, aquella que
Baudrillard ya declaró que “no había tenido lugar”.
Lo que dictan los expertos
Lo
importante, obviamente, en asunto tan delicado como la guerra vírica,
es lo que dicen los expertos (pues los políticos suelen ser unos
inexpertos profesionales). O lo que digo que dicen los expertos. O lo
que digo que dicen los expertos que me interesa que digan. O los
expertos a los cuales me interesa hacer caso. O cuando me interesa
escuchar… ¿Pero puede haber ya mismo expertos en situación semejante? ¿Y
políticos capaces de no manipular a los expertos?
La historia de otras
pandemias y desastres naturales ha demostrado que la subordinación de la
gestión sanitaria a la gestión política resulta, en general, una bomba
de relojería trufada de ideología, prejuicios e intereses espúreos. Y
que lo que de verdad necesitaríamos son expertos en gestionar a los
propios políticos y al pánico, y a la estupidez, que generan a menudo.
En
cualquier caso, pese a la falta de consenso sanitario sobre aspectos
tan determinantes como el tipo de confinamiento, ya se ha instaurado un
misterioso e inapelable principio de autoridad técnico que lo mismo
dicta -según el país o la administración- la cuarentena total, la
infección paulatina o la contención mediopensionista. Por supuesto,
todas y cada una de las medidas perfectamente contradictorias entre sí
pero avaladas por asesores expertos. En definitiva, aprendices de brujo
que interpretan a los expertos y juegan con nuestras vidas, a ver qué
resulta.
Ojala acierten nuestros expertos, pero si no, tranquilidad, ya
tenemos preparado un nuevo comité estilo coreano o piamontés. Ya nos
advirtieron contra la dictadura de los expertos, pero el verdadero
problema ahora es que los expertos que se han impuesto no lo son en
crisis sanitarias o epidemiológicas –que algo saben por experiencia- si
no en diletantes estrategias político-militares para resolver una crisis
civil.
La hiperinformación vírica
Los
Telediarios, reservados por entero a la información sobre el
coronavirus, parecen el ‘parte de guerra’ que escuchaban estremecidas
nuestras abuelas en la radio. Tertulias interminables en las que
‘todólogos’ y genuinos expertos (mayormente de salón) destripan el
último incidente. Reportajes televisivos sobre el lado humano o la
guerra zombi en la prensa. Las estadísticas, gráficas y cifras resultan
morbosamente atractivas. ¡Hasta los programas del corazón se dedican a
rebañar la basura del tema! Y las redes, anegadas de bulos, memes,
confesiones, campañitas virales, etc.
En verdad, las mentes son las
primeras víctimas de la guerra contra el virus. La sobreinformación, o
mejor, la hiperinformación, destinada a consolidar –según los
psicólogos- el estado de pánico y así contribuir eficazmente al
desabastecimiento de productos básicos o a colapsar los servicios
sanitarios. Todo ello característico de un estado de guerra.
¿Tienen
alguna responsabilidad ética o deontológica los medios de comunicación?
¿Debería racionarse o cambiar el enfoque de la información sobre la
crisis? ¿Cabe una contrainformación eficaz en nuestra sociedad del
espectáculo? Mientras el estado de alarma no incluya medidas racionales
sobre la inflación de la propia alarma –la histeria como normalidad
informativa-, no hay nada que hacer, y probablemente nunca habrá nada
que hacer. La hiperfinformación vírica se ha convertido en la mejor
herramienta de disciplina social y una excelente vía pánica al servicio
de la estrategia militar.
Maniobras militares, ensayo del colapso
La
emergencia del calentamiento global ya nos ha acostumbrado al enfoque
colapsista de las pequeñas crisis que como esta se van sucediendo y se
sucederán cada vez con mayor frecuencia. Nuestros pensadores críticos lo
tienen bien identificado: el paradigma bélico se impone en diversas
variaciones sobre el tema. La doctrina del shock de Naomi Klein, la
guerra civil como-forma-de-vida de Tiqqun, el estado de excepción de
Agamben, la máquina de guerra de Deleuze/Guattari, la movilización total
de Maurizio Ferraris, etc.
Para el
Estado, la mejor forma de encarar un problema que le desborda es, bajo
la apariencia del estado de alarma, el estado de guerra. Su perfecta
decantación, que convierte cualquier forma de gobierno de facto en un
gobierno autoritario, con riesgo de derivar en una dictadura. Todo se
centraliza bajo una autoridad político-militar. Se suspenden algunos
derechos, el ejercicio de la democracia, las autonomías, la Comunidad
Europea, ¡hasta la globalización!
Todo menos la información como
propaganda bélica, ya que, en un estado de guerra posmoderno e
imaginario, lo que se requiere es la omnipresencia y el entusiasmo de un
relato saturado de belicismo patriótico-humanitario. Poco a poco la
mayoría de países se van sumando a la épica belicista sobre una guerra
inexistente. Y lo peor no va a ser esta suerte de performance
vírico-bélica de maniobras militares a la luz del día, incluido el
ocasional sketch propagandístico de su majestad Felipe VI o a la UME
campando a sus anchas con sus brigadas de fumigadores, sino el modelo
que instauran para las próximas crisis del colapso en marcha.
¿Se
podría haber encarado la crisis sanitaria bajo otro paradigma distinto
al de la guerra? Obviamente cabe otro modelo más eficaz a largo plazo y
centrado en la ciudadanía: un enfoque público-civil complementado con el
refuerzo comunitario. Pero el Estado desconfía por definición de su
propia ciudadanía. Si en este país, después de la crisis de 2008, la
indignación primaveral del 15M y sus mareas sociales hubieran dado otro
fruto diferente de esta pobre izquierda patriótica… quizá otro gallo nos
cantaría.
Finalmente, la guerra contra el virus se va trasmutando en
una guerra soterrada contra la ciudadanía portadora del mal vírico,
apoyada a izquierda y derecha, prácticamente sin matices en los cambios
estructurales. El Estado siempre va a preferir esta pedestre versión de
The Matrix, con la ciudadanía confinada en casa, consumiendo pasivamente
la realidad virtual de la guerra vírica a base de informativos, redes
banales y distopías en Netflix, que una normalidad institucional y una
ciudadanía empoderada, gestionando una crisis de cuidados de manera
racional. Si no reaccionamos pronto, viene el colapso militarizado.
Hacia la sociedad del pánico
La
consecuencia del enfoque militarista de esta crisis es la generación
del pánico al servicio del Estado Leviatán, ese monstruo biopolítico
compuesto por los cuerpos orgánicos estatales y los frágiles cuerpos
disciplinados de sus súbditos. La producción del miedo se ha sublimado
en la fabricación del pánico como arma mejorada de disciplina social. Lo
han declarado abiertamente -¡transparencia total!- y hemos obedecido
apenas sin rechistar.
Publicamos artículos críticos y textos indignados
como éste, pero nada cuestionamos, de momento, con acciones. Como en el
ejército: primero se cumple la pena y luego se protesta por los cauces
administrativos oficiales. Entre tanto, preferimos abonarnos a ese gran
panóptico al revés que es la pantalla de la sociedad-red, que lo es no
tanto porque nos mira, sino porque lo miramos embobados.
Dos
son las principales armas de esta estrategia militar: la propaganda
bélica de la guerra imaginaria y la dictadura de los expertos
manipulados o pseudoexpertos al servicio de una salvífica religión de la
ciencia. Se señala que la peor consecuencia va a ser la crisis
económica pero, a largo plazo, lo será la prolongación y consolidación
de un estado de guerra permanente o fluctuante, similar al de 1984 de
Orwell. Tiempo al tiempo, en la próxima crisis sanitaria,
medioambiental, económica o política comprobaremos la huella que ha
dejado esta crisis.
Más allá de la
presencia más o menos anecdótica de militares uniformados (armados o no)
en las calles, los signos de la sociedad del pánico militarizada
proliferan por doquier: apagón de redes críticas o silenciamiento de
médicos en China, compra de armas compulsiva en Estados Unidos,
vigilancia por el Shin Bet israelí de los móviles de las personas
contagiadas, guerra de fake news desde Rusia con amor, los primeros
excesos policiales contra paseantes en España, etc.
Estos son los signos
visibles y los invisibles los podemos suponer. Los países bajo
dictadura y con democracias débiles o recientes, como la nuestra, son
los primeros en caer.
Es cierto que el
paradigma bélico está inscrito en el imaginario de nuestra cultura
ancestral, incluso cuando el enemigo era (y todavía es en el cuerno de
África) tan diminuto como los mosquitos o las langostas. Pero esa era
una lucha ‘realmente’ imaginaria y mágica (como ha investigado J. A.
Urbeltz), y esta es una guerra real contra un enemigo ficticio que anida
en nuestro interior. Pero se actúa de manera similar a las pestes
medievales contra los judíos y las brujas, ‘untadores’ del mal en
paredes y pozos, ahora el flanêur insolidario a la picota. ¿Vamos a
crear una sociedad policíaca de delatores y chivatos, vigilando desde
los balcones con el móvil, colaboradores entusiastas del Estado como
durante las purgas estalinistas?
En este
contexto, se impone una pregunta: ¿Por qué se ha elegido el paradigma
bélico contra esta pandemia y no contra otras crisis? No es demagogia,
pero ni las muertes por accidentes de tráfico o por contaminación
ambiental han necesitado del estado de alarma o de la declaración de
guerra por parte del Estado. Las asumimos perfectamente porque
pertenecen a la sostenibilidad de la muerte del capitalismo.
Paradójicamente, tampoco resultan ya creíbles ni la ‘guerra contra el
hambre’ ni siquiera las propias guerras, con sus bombas y refugiados.
Las vemos solo como molestos subproductos del Tercer mundo.
A
algunos responsables de la primera línea del ‘frente’ sanitario y
comentaristas empotrados en este ejército de salvación, cualquier teoría
crítica sobre la estrategia elegida les parece irresponsable en estos
momentos; lo importante ahora es arrimar el hombro, sentir el pánico,
obedecer con más diligencia y así ganar la blitzkrieg contra el covid19.
Pero en la retaguardia, la ciudadanía ya intuye que esto ha dejado de
ser una crisis de cuidados para convertirse en un colapso institucional
más o menos ordenado, que intenta cubrir la vergüenza de la austeridad,
los recortes y la negligencia del Estado y su clase política bajo el
espectro de la guerra de todos contra el virus.
El Leviatán se convierte
así poco a poco en una máquina bélico-policíaca que apenas necesita
enseñar los dientes porque dispone del dispositivo ideal de generar
consenso: una sociedad del espectáculo pánica generada por el
pensamiento único a su servicio. Es entonces cuando el aparato del
Estado puede apropiarse enteramente de la máquina de guerra para
activarla, y tan solo cabe esperar el autoritarismo bajo la forma de un
despotismo experto, que únicamente obedece a su propia lógica. En la
sociedad del pánico institucionalizado, mientras nuestros ancianos caen a
centenares y nuestras enfermeras vestidas con bolsas de basura se
desesperan, el Estado Mayor eleva los ojos arrasados de lágrimas hacia
el altar de la patria.
Coda: recomendaciones marxistas
La
cuestión de la guerra contra el virus necesita con urgencia no de una
falsa e improvisada ‘economía de guerra’, sino de un riguroso enfoque de
clase para encarar la colosal crisis económica en ciernes, con toda
seguridad trufada de injusticias sociales –contra la cual hasta un
generoso y necesario Plan de choque social quizá solo fuera un parche-
pero que excede las competencias del autor de este improbable panfleto.
Pero mientras éste madura solo nos queda someternos a cierto autoexamen
sobre nuestro papel en esta crisis, basado en tres preguntas: ¿Qué hice
antes del coronavirus para contribuir o no a esta crisis? ¿Qué hago
ahora para ayudar a resolverla y a que no estallen otras similares? ¿Qué
haré cuando retomemos una cierta normalidad? No solo los dirigentes de
la campaña político-militar son responsables, cada cual ha de responder
con toda la sinceridad posible y, si fuera necesario, con propósito de
enmienda.
Y una pesadilla marxista final:
el ferrocarril ha rebasado la estación sin detenerse. Aunque ha
conseguido superar lo peor de la pandemia se ha convertido en una
engrasada locomotora en cuyos vagones desmantelados viajan los
obedientes pasajeros a la intemperie. No es ciertamente el tren de
Finlandia comandado por los simpáticos Hermanos Marx, que nos trae la
revolución del humor.
Es el tren militar de la contrarrevolución a cuyos
mandos va una cuadrilla de maquinistas siniestros: el dream team de los
bomberos pirómanos –los generales Xi Jinping, Trump, Johnson, Macron,
Bolsonaro y otros asistentes como el bueno del cabo Sánchez- cubiertos
con cascos prusianos de acero.
Y no son unos iletrados (alguno de sus
asesores habrá leído con provecho a Von Clausewitz, Ludendorff y
Jünger), y van oteando el horizonte ávidamente a la busca de la gran
oportunidad: ¡Es la guerra total! ¡Traed más disciplina social!
Entre
tanto, vamos rumiando aproximaciones críticas más valiosas que este
modesto panfleto, fruto del miedo y de la rabia a partes iguales. Éstas
son las recomendaciones que nos hacemos a nosotros mismos, acaso solo
aptas para viejos pacifistas y objetores de conciencia jubilados,
dirigidas a preservar al menos nuestra salud mental: Sana cuarentena de
la propaganda bélica oficial, sin caer en innecesarias conspiranoias.
Ayuda en lo que puedas y cuídate con tus redes afines, tu única
protección a largo plazo. Prepárate y organízate ya para la protesta y
(ojalá) para el duro activismo que viene.
Y, cada día, una pastilla de humor, aunque sea de 100 % amargo cacao negro.
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