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Caseríos vascos
El término caserío designa tanto a la institución económica como al
edificio de vivienda que la alberga.
En su sentido económico es una
institución medieval que se configuró entre los siglos XII y XIII.
Cuentan que un día de mediados de verano un valeroso héroe llamado "San
Martintxiki" consiguió robar a los señores de la montaña, los gigantes
basajaunak, un puñado de semillas de trigo y que poco después se las
ingenió para espiarles mientras conversaban y logró averiguar en qué
época del año convenía sembrarlas.
Esta vieja leyenda, que Jose Miguel de Barandiarán escuchó durante su
juventud en Ataun, narra las peripecias de una aventura fantástica que
permitió a los vascos descubrir los secretos de la agricultura, que
antes sólo eran conocidos por las criaturas y divinidades del bosque.
Robando los secretos a los antiguos dioses fue como los hambrientos
pastores y recolectores vascos iniciaron su transformación en labradores
e inauguraron un largo ciclo cultural que se extendería hasta la
Revolución Industrial.
El caserío, como tipo de edificio, tiene una antigüedad máxima de medio
milenio.
Una peculiaridad que singulariza los caseríos vascos es que
todos tienen nombre propio, reconocido por las autoridades y vecinos, y
habitualmente invariable a través de la historia.
Más aún que los cultivos, los animales domésticos y, en particular, el
ganado vacuno se consideraban el símbolo de la riqueza del caserío y
para ello se reservaba más de la mitad de la planta baja del edificio.
Todo el piso superior estaba dedicado al almacenaje.
Se dice que la casa tenía para los vascos un carácter sagrado de templo
familiar.
Sin embargo, este concepto religioso de la vivienda, muy
extendido entre los pueblos antiguos, se ha ido diluyendo velozmente
hasta extinguirse durante el último siglo.
Se invocaba al cielo o a otras fuerzas invisibles la protección de la
casa y de la familia que moraba en su interior.
La seguridad se lograba
colocando en la casa signos y objetos que actuaban como talismanes
protectores.
Durante la Edad Media las viviendas de los campesinos eran chozas de
madera.
Los primeros caseríos de piedra comenzaron a construirse durante
el S.XV y durante el SXVI hubo una auténtica explosión de nuevos
caseríos construídos en piedra y madera.
Aunque los caseríos son
edificios de grandes dimensiones, con una media de 300m2 de planta, el
espacio que tradicionalmente se reservaba a la vida familiar era muy
reducido.
Siempre situada en la planta baja, y sólo en los últimos 150
años se ha comenzado a habilitar dormitorios en el piso superior.
La
vivienda se dividía en dos partes: la cocina (sukaldea) y las alcobas
(logelak).
La cocina, próxima a la entrada, era el corazón del caserío y
el espacio de la palabra; era el lugar donde se reunía la familia y se
recibía al visitante, donde a la noche se hilaba y donde por el día se
"rumiaban" todos los sucesos de la vida local.
Era también donde se concertaban los matrimonios y donde se refugiaban
los más ancestrales ritos de la cultura popular vasca.
Al principio el
fuego se encendía sobre una losa colocada en el centro de la estancia.
Más tarde se generalizaron las chimeneas de fuego bajo con campana
adosada al muro y en el SXX se impusieron las chapas metálicas o
económicas.
En cada caserío había tres o cuatro camas, cada una con sus
respectivas fundas dobles de lino y nunca faltaban varias arcas talladas
para guardar la ropa.
Los accesorios y adornos artísticos del caserío son discretos, como le
corresponde a un edificio que a lo largo de la historia sólo ha aspirado
a hacer más llevadera la dura vida de los hombres de campo.
La
fascinación que despierta nace al ver surgir su silueta entre la niebla,
con su volumen rotundo y sus fórmulas sólidas, antiguas y perdurables.
Allí está el caserío: el anciano señor de los valles.
Autor: Alberto Santana, fragmentos de la colección BERTAN
Publicado por la Dip. Foral de Gipuzkoa-Dpto. Cultura
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