La gira autonómica que ha diseñado la Casa Real para demostrar lo
implicado que está el jefe del Estado en la reconstrucción nacional y lo
ajeno que es a los chanchullos comisionistas de su emérito padre hace
hoy una breve escala en el Polígono Sur de Sevilla, el barrio más
marginal del país, paraíso de la pobreza extrema, del desempleo, del
tráfico de drogas y del analfabetismo.
Posiblemente, Felipe VI quiere
comprobar de primera mano si la leche y el aceite de oliva virgen extra
que pidió comprar a la nobleza para que a los desfavorecidos no les
faltara de nada llegó a su destino. El Rey está con el pueblo. Que a
nadie le quepa duda.
A cuenta de la visita, los de Adelante Sevilla le han pedido
que se quede allí a vivir unos meses en vista de que su mero anuncio ha
tenido efectos milagrosos.
Brigadas de limpieza se han afanado en
barrer y adecentar las calles, se ha dado una mano de pintura al centro
cívico que iba a visitar para tapar sus desconchones y, al parecer, los
vales de ayuda a las familias sin recursos han vuelto a circular echando
órdagos a la penuria.
A falta de la campechanía de su antecesor, llega
el Rey con panes bajo uno de sus brazos, que siempre le ha de quedar
otro libre para agitarlo y saludar a los agradecidos súbditos de las
Tres Mil Viviendas.
La petición se ha visto como un ironía, como una demagogia propia de
rojos con muy mala follá, cuando en realidad es el mejor consejo que se
le puede dar a la monarquía en estos momentos de desprestigio y zozobra.
Deje Su Enormidad el palacio y pise la puta calle, que es donde la
gente libra su combate diario con la vida. Experimente las angustias de
los tipos normales que no pueden renunciar a ninguna herencia porque
nada tienen que heredar.
Sepa lo que es vivir en lugares donde las
generaciones se pierden una tras otra, donde las drogas son las primeras
golosinas de los niños y donde las crisis nunca llegan de repente
porque ya pusieron tiendas.
Hágase presente en estos camaranchones de
las grandes ciudades en el que las personas son los desperdicios, los
desechos que ni siquiera merecen la atención de la Policía en sus rondas
diarias.
Lugares como estos sí que merecen discursos solemnes como aquel del 3
de octubre. Allí, que no hay ley porque nadie se atreve a imponerla, sí
que es pertinente proclamar que es responsabilidad de los legítimos
poderes del Estado asegurar el orden constitucional y la vigencia del
Estado de Derecho.
Allí sí que hay una fractura territorial, y otra
económica y moral. Allí sí que es necesario la estabilidad, el
entendimiento y la concordia. Allí, y en los Pajaritos, y en el
Príncipe, y en la Cañada Real, y en el Cerro de los Palos es donde se
defiende la unidad de España.
Como veinte años no es nada y 17 es aún menos, nuestro borbónico
timonel debería recordar que ya estuvo en el Polígono Sur en una de esas
ocasionales duchas frías con las que la monarquía se da sus baños de
realidad.
Si hace el ejercicio comprobará que nada ha cambiado, que todo
sigue exactamente como lo dejó, que es una puñetera vergüenza que las
administraciones se hayan encogido de hombros tras sus reiterados
fracasos y que tengan que ser algunas asociaciones, hermandades y
parroquias las que intenten rescatar de la marginalidad a sus miles de
habitantes.
Los reyes han de tener memoria y no cuentas numeradas en
Suiza.
Sí, sería bueno que el jefe del Estado, si no seis meses, pasara al
menos unas cortas vacaciones en la miseria de los demás para saber lo
que vale un peine y una papelina, para entender que la vida no es fácil
y, para muchos, es la sempiterna historia de una escalera donde el
tiempo, que es un cabrón con pintas, se ha detenido sin remedio.
No lo
hará porque luego tenía prevista una visita al Real Alcázar, el primer
palacio que tenía a mano, sin tener que disimular que las friegas de
hidrogel con las que pasará página no son resultado del asco sino del
cumplimiento estricto de la recomendaciones sanitarias.
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