Desde comienzos de siglo, Madrid ha experimentado un
proceso de transformación económica acelerada.
Para que se hagan una
idea, en el 2000 la renta per cápita de Madrid era el 121,7% de la
media española, y la de Catalunya, el 133,8%; 18 años después, la de
Madrid ya era la más alta de España, con el 136,2%, frente al 118,3% de
Catalunya.
Madrid es hoy una capital globalizada, con unas
infraestructuras envidiables; es la sede de la mayoría de las grandes
empresas españolas y un foco de atracción para las multinacionales
extranjeras.
Además, por ser la capital, tiene la administración central
y las principales instituciones del Estado.
Resulta
curioso que la pujanza económica y la ventaja comparativa de la capital
no hayan tenido las consecuencias que suele producir el crecimiento.
Fijémonos, por ejemplo, en el sector de la educación.
Aunque Madrid se
sitúa en cabeza en renta per cápita, está en la cola de España en gasto
público por alumno, sale en posiciones mediocres en el informe PISA y el
sistema universitario madrileño aparece sistemáticamente por detrás del
catalán en todos los rankings.
Resultados similares se obtienen, por
ejemplo, en sanidad: Madrid es la comunidad autónoma que menos invierte
en salud por habitante, tras Andalucia
¿Por qué el desarrollo económico no se ha traducido en
mejores resultados sociales? La respuesta, evidentemente, está en la
política. La región de Madrid se ha vuelto muy conservadora.
Sus clases
medias y medias altas llevan apoyando mayoritariamente las políticas
neoliberales del PP desde 1995. La hegemonía de la derecha resulta
indiscutible.
Hubo tan solo un momento de peligro, en las elecciones
autonómicas del 2003, cuando, en medio del desgaste del gobierno de
Aznar, el PP perdió la mayoría absoluta, si bien consiguió mantenerse en
el poder gracias a una trama de empresarios afines al partido que
pusieron el dinero para comprar a dos diputados del PSOE.
Desde
entonces, el apoyo de los madrileños a la derecha ha sido abrumador, a
pesar de una lista interminable de casos de corrupción (con numerosos
altos cargos en la cárcel). La lista de los últimos presidentes
autonómicos produce vergüenza ajena.
Es difícil entender que una región
tan avanzada como Madrid haya tenido al frente a Esperanza Aguirre,
Ignacio González, Cristina Cifuentes, Ángel Garrido y, ahora, Isabel
Díaz Ayuso, la discípula más aventajada del trumpismo en España: todos
ellos han sido protagonistas de escándalos pintorescos.
El derechismo de una mayoría de madrileños llama la
atención incluso en términos comparados.
Como ha señalado José Fernández
Albertos, los partidos de la extrema derecha suelen obtener porcentajes
bajos de voto en las grandes capitales europeas, bastiones del
cosmopolitismo y el ecologismo, con la llamativa excepción de Madrid.
Por ejemplo, en París, en la segunda ronda de las presidenciales del
2017, el apoyo al Frente Nacional se quedó en el 10,3%, frente al 33,9%
en el conjunto de Francia; en Madrid, en cambio, en las elecciones
generales de noviembre del 2019, un 16% del voto fue a parar a Vox (algo
por encima del 15% en toda España).
La autoimagen pretendidamente liberal de Madrid espura superchería
Estoy seguro de que hay factores de economía política que
explican una parte del conservadurismo madrileño: los grandes suburbios
de nuevas clases medias, el avance de la sanidad y la educación
privadas, la aspiración de muchas familias del antiguo cinturón rojo de
Madrid de beneficiarse de la economía globalizada madrileña, etcétera.
No obstante, creo que es necesario tener en cuenta también factores
culturales e ideológicos.
En este sentido, debe recordarse que Madrid cuenta con una
prensa encanallada que envenena el debate público no sólo con sectarismo
ideológico, sino, sobre todo, con ese estilo agresivo y faltón que
cultivan tantos periodistas e intelectuales de la capital.
Madrid ha
acogido a escritores y académicos de todas partes de España a condición
de que porfíen en su discurso rabiosamente españolista y renieguen de
sus antiguas convicciones progresistas.
En la red conservadora de
fundaciones, universidades privadas y escuelas de negocios, encuentran
todos ellos múltiples foros en los que promover la ideología y los
valores de esta derecha que se ve a sí misma liberal y moderna.
Ese ambiente ha contribuido decisivamente a que las élites
funcionariales (abogados del Estado, técnicos comerciales, diplomáticos,
inspectores fiscales, jueces, fiscales, etcétera), las élites
empresariales y la generación de los políticos que vivieron la
transición se hayan enrocado en posiciones políticas cada vez más
conservadoras y autocomplacientes.
El complemento cultural de ese conservadurismo político se
manifiesta en el pijismo que caracteriza a buena parte de la burguesía
madrileña, cuyo horizonte intelectual pasa por comentar los restaurantes
de moda y los últimos viajes y compras en el extranjero.
Con la seguridad y la arrogancia que produce el bienestar
económico, el discurso dominante de la derecha madrileña establece que
la capital representa la modernidad y la globalización, así como una
España orgullosa, liberal, universalista, que no pregunta por el origen
de sus ciudadanos, frente a una Catalunya consumida por su ensoñación
independentista, cada vez más localista y ensimismada.
Yo no sé cuántos
artículos habré leído en la prensa madrileña, en la conservadora y en la
liberal también, sobre la decadencia cultural de Barcelona.
La capital es hoy el epicentro de un nacionalismo español cateto y excluyente
Sin entrar a dilucidar si el relato madrileño sobre
Barcelona es certero o no, lo que sí puedo decir con cierto
conocimiento de causa es que esa autoimagen pretendidamente liberal de
Madrid es pura superchería. Madrid es hoy el epicentro de un
nacionalismo español cateto y excluyente que construye su primacía sobre
la negación de la diversidad y de los sentimientos nacionales
diferentes.
Ese pretendido liberalismo se retrae y convierte en
intolerancia en cuanto surge un atisbo de alteridad cultural.
Quisiera subrayar que hay muchos aspectos de la
ciudad que me parecen admirables: su vitalidad bulliciosa, su
diversidad, su hospitalidad. Incluso entiendo que se valore el exotismo
de que una capital europea mantenga el estilo de vida pijo tan
característico de Madrid.
Pero me produce una mezcla de malestar y
vergüenza que una capital con el poderío económico de Madrid haya
desaprovechado las ventajas de su espectacular desarrollo, contentándose
con unas instituciones carcomidas por la corrupción, unos servicios
sociales deficientes y una esfera pública tóxica y de baja calidad.
Ignacio Sánchez-Cuenca
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