‘Los santos inocentes’
PELICULA
PELICULA
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Años 60. Anclada a la tierra, una familia extremeña, guardiana de las propiedades de otros, mientras sobrevive a la pobreza y a los caprichos de sus amos, mantiene la esperanza en encontrar la manera de dar un futuro mejor a los hijos, que empiezan a dar señales de rebeldía ante la sumisión.
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‘Los santos inocentes’, la mejor película del cine español a la que Vox le pondría el pin parental
El film de Mario Camus, que ha sido elegido
en una encuesta de La 2 de TVE como la obra cumbre de nuestra
cinematografía, nos enseña que la historia puede volver a repetirse
Los espectadores han elegido Los
santos inocentes como la mejor película del cine español, según una encuesta
de La 2 de TVE. Como homenaje a la obra maestra de Mario Camus, el programa Historia de nuestro cine volvió a
reponer la cinta, que entre las audiencias ha vuelto a causar el mismo impacto que
el día de su estreno, hace ya 36 años.
Tras la emisión de la película, la
cascada de comentarios e interpretaciones incendió las redes sociales hasta el
punto de que el debate fue trending topic en Twitter durante buena parte de la
noche.
Sin duda el film, adaptación de la novela de Miguel Delibes, sigue impresionando a la sociedad española, no solo
porque nos habla de un capítulo negro de nuestra historia, sino también porque
no hemos aprendido de los errores del pasado y la pesadilla puede volver a
repetirse.
El relato de la modesta familia de
campesinos al servicio de una estirpe de caciques terratenientes de Extremadura en la España franquista de los años 60 sigue impresionando por su crudeza,
su realismo y su mística carga de profundidad.
Cómo no estremecerse ante la
galería de personajes torturados que nos deja Mario Camus, cómo no compadecerse
de aquella España feudal, atrasada y vampirizada por los señoritos que trataban
a sus sirvientes como auténticos esclavos.
Por mucho que uno haya visto la
película mil veces, sigue poniendo los pelos de punta la escena más humillante de
todas, esa en la que Paco El Bajo (Alfredo Landa) decide ponerse a cuatro
patas, arrastrándose como un perro rastreador, para olfatear mejor el rastro de
las perdices abatidas por su señorito Iván,
el personaje del bilioso fascista encarnado por un Juan Diego más soberbio que nunca.
Casi cuarenta años después, cada
personaje nos sigue removiendo algo muy dentro de nosotros mismos, desde la abnegada
y sumisa Régula (Terele Pávez) −siempre con el “a
mandar” en la boca para complacer a la señora marquesa−, hasta la Niña Chica, la pequeña de la familia,
una pobre discapacitada que lanza desgarrados alaridos de dolor que se escuchan
en todo el páramo extremeño.
Pero por encima de todos, nos sigue conmoviendo el
personaje del desdentado Azarías, el
trastornado hermano de Régula que vuelca todo su amor y toda su sensibilidad en
su “milana bonita”, esa simpática grajilla que se posa suavemente en su hombro
cuando él la llama y que le acompaña a todas partes.
Nadie que haya visto la
película podrá olvidar el final (y perdón por el espóiler) cuando el señorito
Iván mata al pájaro de un escopetazo (para pagar su frustración) y Azarías se
venga ahorcándolo de un árbol.
Todos esos seres traumatizados y
oprimidos eran nuestros santos inocentes de entonces, nuestros miserables y
parias de aquel genocidio silencioso que fue la dictadura.
El cortijo
franquista de Delibes es la metáfora perfecta de aquella España enferma,
secuestrada, endogámica, rural y deforme donde la diferencia entre clases
sociales llegaba a límites de crueldad e injusticia infinitas.
El contraste
entre la casa opulenta de arriba (la de los Grandes de España) y el destartalado chamizo de paredes húmedas y
desconchadas de abajo (la ratonera en la que se hacina la familia de Paco el
Bajo) lo dice todo sobre lo que significó aquel régimen esclavista, corrupto y
criminal. Arriba los que mandan, los señoritos de las escopetas y las
marquesonas enjoyadas de visón; abajo la paupérrima chabola, donde la
servidumbre pasa frío y penurias de todo tipo.
Unos mandan y otros obedecen;
unos se dan la gran vida en sus monterías, fiestas, banquetes y viciosos adulterios
mientras otros malgastan su existencia trabajando, obedeciendo y soportando humillaciones.
Eso es exactamente lo que fue el franquismo; ese es el tiempo de paz,
prosperidad y felicidad que nos prometen ahora, tan alegremente, los nostálgicos
revisionistas de la historia.
Probablemente a Santiago Abascal no le guste esta película porque él también forma
parte de aquel paisaje, de aquella “extrema dura”, es decir, de aquel
microcosmos de arriba, el cortijo donde seguramente él viviría con los suyos, alternando
con los caciques, ministros falangistas y rollizos obispos de buen comer.
El
líder de Vox sueña con aquella España de señoritos marqueses y siervos
esclavizados; suspira por aquel coto de caza donde la presa ya no es la
despistada perdiz, sino el pobre diablo de raza inferior que no tiene donde
caerse muerto; anhela aquel establo húmedo y maloliente donde la mayoría de los
españoles vivían como animales y quemaban sus vidas en un miasma de
analfabetismo, pobreza, hambre y vejaciones del poderoso.
Si la gran película de Mario Camus
sigue resultando fascinante e impactante todavía hoy, después de casi cuarenta
años, es porque no ha perdido ni un ápice de frescura ni de la gran verdad que
esconde y porque nos avisa de que estamos mucho más cerca de lo que parece de que
la historia vuelva a repetirse.
De hecho, los caciques y Grandes de España ya
han empezado su colecta de leche y aceite para los nuevos santos inocentes del
coronavirus. No cabe duda: la película sobre el novelón de Delibes se debe
incluir como asignatura obligatoria en todas las escuelas.
Aunque Vox le
cuelgue el cartel de “censurada” y el pin parental.
Los espectadores han elegido Los santos inocentes como la mejor película del cine español, según
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