Cartel de una de las luchas de fieras de finales del siglo XIX en Madrid
Hasta principios del siglo XX no se extinguió en España un espectáculo que enfrentaba a las fieras para deleite del público y que gustó especialmente entre las clases altas de la sociedad
Eso de las luchas de fieras suena muy lujano. Nos lleva la mirada a
tiempos romanos.
A épocas en las que los coliseos se llenaban para,
simplemente, ver el desfile de criaturas exóticas, para disfrutar de una
lucha a muerte entre ellas o para comprobar que el hombre podía con las
fuerzas más temibles del reino animal.
Sin embargo, no hace falta remontarse hasta tiempos clásicos para encontrar estos enfrentamientos que hacían las delicias de las masas. Grandes anfiteatros llenos para ver de primera mano choques y roces entre animales.
Hasta
entrado el siglo XX, en España había un espectáculo que fascinaba al
pueblo y a los reyes, no era otro que comprobar cómo el toro bravo podía
con cualquier otro bicho que se le pusiera delante.
El sadismo
estaba ahí, pero el fondo del asunto era poner sobre el albero que la
raza ibérica nada tenía que temer a lo que había de Pirineos para arriba
y más allá del estrecho; y leones, tigres, osos, monos, gallos, zorros y
elefantes servían para comprobarlo.
Dichos festivales comenzaron a desarrollarse en tiempos de Felipe II, pero no fue hasta el reinado de Felipe IV cuando lograron su cénit.
El monarca tenía un capricho siempre que acudía a estos eventos: dar el
toque de gracia. “Se convirtió en un lucimiento personal para hacer
alarde de su puntería”, recuerda Nieves Concostrina en “Pretérito
imperfecto” (La esfera de los libros).
El público ya se lo pedía como
una costumbre más de la cita. El rey tomaba su arma, apuntaba y terminaba con la vida del pobre y moribundo animal.
“Dichosa y desdichada fue tu suerte,/ pues, como no te dio razón la
vida,/ no sabes a lo que debes tu muerte”.
Se lo escribía Lope al toro
después de haber tenido la “suerte” de haber ido al otro mundo por la
gracia real.
Pero las crónicas más
cercanas son del siglo XIX y principios del XX. En la primavera de 1849,
tres días antes de San Isidro, la vieja plaza de toros de Madrid acogía
el enfrentamiento entre un tigre de Bengala y un toro de lidia.
En el
centro del ruedo, una jaula en la que encerrar a los animales y así
evitar carreras de los cómodos mirones.
La lucha apenas duró unos segundos, “Señorito” se había merendado al felino,
por lo que el empresario, ante los abucheos del respetable, se vio
obligado a prometer una segunda corrida meses después.
En aquella el
disfrute se alargó algo más y el toro, “Caramelo” en esta ocasión,
volvió a llevarse la partida.
Pero no solo Madrid gozaba con estos espectáculos. En Aragón pudieron ver los trompazos que “Bizarro”, un elefante de Ceilán, arremetió contra los impotentes toros,
que poco podían hacer contra su gruesa piel.
Aunque, en esta ocasión el
"show” también estuvo en la llegada del animal a la plaza.
La fuerza
del paquidermo era demasiada para sus cuidadores, que no pudieron hacer
nada para que “Bizarro” causase varios destrozos por las calles de
Huesca y Zaragoza. También fue movida la lucha entre “Hurón” y “César”,
toro y tigre, respectivamente.
Era 1904 y la plaza de San Sebastián no
sabía lo que se les venía. Tras varios zarpazos, cornadas y arreones,
un zarandeo de furia ibérica terminó con el tigre agonizando en el
suelo y con la jaula desmontada.
Suficiente panorama como para que
las gradas corrieran despavoridas hacia cualquier lado bien lejos de
allí y para que los encargados de la seguridad vaciaran sus armas en el
animal. Muy al estilo de Felipe IV.
Debía de ser César el nombre de moda para los tigres, pues un tocayo
suyo se paseó por Madrid el 29 de noviembre de 1897 en un “nuevo,
sorprendente y colosal espectáculo”, rezaba el cartel.
Junto a este
“tigre real de Bengala” se anunciaba a “Regatero”, “un toro de cinco
años de la acreditada ganadería Don Antonio del Campo, antes
Barrionuevo, de Sevilla".
Primero se lidiaban dos reses para abrir boca a
las “dos y media en punto”, y luego, entre el segundo y el tercer toro,
llegaba la “lucha feroz”. Un evento “único” al que se podía asistir
desde una peseta.
Una vez metidos en faena, “Regatero” se llevó el
gato al agua para desdicha de Spessardys, un reputado domador de
entonces que volvió a comprobar la fiereza ibérica dentro y fuera de la
jaula.
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