“Nadie está a salvo si no estamos todos a salvo”
Mientras la vida y la economía nos han mantenido en la pura ilusión de
la individualidad, casi despachábamos con un encogimiento de hombros
todas aquellas actitudes de nuestros congéneres que nos resultaban
atrabiliarias o meramente estúpidas
El hombre no solo es el animal que tropieza dos veces en la
misma piedra sino el que sabiendo cómo no volver a tropezar obvia tal
sabiduría para volver a estamparse. La humanidad patria la formamos
individuos especialmente duchos en tal materia.
A las pruebas me remito.
Me muevo entre la preocupación y la rabia porque los nubarrones que
asoman ya en torno a la pandemia no proceden de un mal inesperado sino
de nuestra imprevisión, nuestra frivolidad, nuestro egoísmo y nuestra
debilidad.
No sé si ninguna otra especie sería capaz de encaminarse
hacia el abismo con la determinación, el arrojo y la liviandad con que
lo hace la nuestra.
No todos, es cierto, pero eso es irrelevante. El mero hecho de
que subsistan bolsas de contagio volverá a ponernos en riesgo a todos.
Por eso me entra la rabia cuando veo que el esfuerzo común se estrella
contra ese muro de incivismo, estulticia, falta de pericia y narcisismo
egótico.
Rabio porque mi libertad y la de todos los que escrupulosamente
continuamos vigilantes se irá por el sumidero de su estupidez suicida o
de su imprevisión dolosa. Ahora sabemos qué debemos hacer, o mejor, qué
no debemos hacer. No hay ya excusas sino responsables.
Sabemos qué hay
que cambiar para detener la pandemia y también para detener la
destrucción del planeta o las alteraciones del entorno natural y el
clima que nos harán invivible nuestras tierras y, sin embargo, no
levantamos un milímetro el pie del acelerador de la autodestrucción.
Afortunadamente somos del reino animal los que nos hemos adornado con el
arma evolutiva del raciocinio. Es sarcasmo puro, claro.
Mientras la vida y la economía nos han mantenido en la pura
ilusión de la individualidad, casi despachábamos con un encogimiento de
hombros todas aquellas actitudes de nuestros congéneres que nos
resultaban atrabiliarias o meramente estúpidas.
Allá ellos. Los ojos de
la pandemia han cambiado nuestra percepción. Ahora nos estremecen las
imágenes de ese hacinamiento que es base de nuestra sociedad.
Descubrimos que hay seres que no pueden vivir sin dar botes y abrazarse y
gritar bien para festejar porque toca o porque un equipo ha ganado un
cierto número de partidos o porque no saben socializar de otra forma.
Ahora no solo piensas que debe ser muy triste y muy pobre tu existencia
para sentirte vacío si no contienes esos gustos unos meses más; ahora
piensas que esa falta de esencia te va a costar la libertad y puede que
la salud o la vida a ti y a tantos como tú y entonces ya no puedes mirar
con displicencia sin arder de indignación.
Más allá de las actitudes grupales e irracionales está la falta
de previsión de las autoridades. Los efectos de la pandemia han chocado
con las principales crisis que sufre nuestra sociedad y los gobernantes,
al asumir sus nuevas responsabilidades, tenían la obligación de prever
sus efectos.
El coronavirus ha impactado directamente sobre la crisis de
gobernanza en la que estamos sumidos, sobre los daños que ha dejado la
nefasta gestión de la crisis financiera y sobre una importante crisis de
derechos humanos que afecta a nuestras sociedades. No está siendo así.
Cataluña es un ejemplo de cómo esa crisis de gobernanza no ha sido capaz
de coordinar y prever la necesidad de darle músculo a una sanidad y a
una vigilancia sanitaria deteriorada y a unos problemas derivados de la
falta de derechos de tantos trabajadores que son absolutamente
necesarios para nuestra subsistencia común.
La Generalitat, como el
resto de gobiernos autonómicos tan ansiosos por hacerse con el timón,
debería de haber previsto los puntos más conflictivos de su realidad
social y haberse empleado en desactivarlos.
Para eso vale estar sobre el
terreno, para conocer dónde tendrás temporeros y dónde están hacinados y
en condiciones inhumanas y correr a dotarles de infraestructuras que
permitan mantener la salud pública y evitar darle al virus un entorno
para replicarse a placer.
Para eso, y sin tecnología, hay que pagar
batallones de rastreadores y, a pesar de todo, siempre hay que temer que
pierdan la pista y que el control se escape entre los dedos como a un
niño el hilo de una cometa.
No deberían haberse abierto todos los sectores económicos.
Todo
es un equilibrio imposible de resolver sin daños, pero el ocio nocturno
no parece esencial para la nación y era obvio que iba a convertirse en
un foco de transmisiones de gran alcance.
Eso nos remite a los jóvenes, a
los que no temen, a los que viven como si todo esto hubiera sido una
gran performance, como si no les quedara un mañana, ¡ellos que los
tienen todos!
Es muy posible que no teman por su vida ni les importe en
el fondo un bledo qué suceda con los demás –esos pollaviejas que solo
parecen molestar– pero alguien debería recordarles que el agujero negro
de la deuda, la caída del sistema económico, la regresión en bienestar
va a afectarles en su desarrollo futuro mucho más que a los que están o
estamos ya de salida.
Dicen que no hay que criminalizarlos pero son
ellos como colectivo, aunque haya excepciones, los que están poniendo un
clavo en el ataúd de sus esperanzas cada vez que se marcan un gusto
para el cuerpo.
Así las cosas, verán que no soy optimista ni complaciente, solo
queda resistir hasta que llegue de forma masiva la vacuna. Resistir cada
uno. Cuidar de nosotros y de los nuestros con celo, con responsabilidad
y con sacrificio si fuera necesario.
Seguir las recomendaciones de las
autoridades y de los expertos y, más aún, seguir el sentido común y el
instinto de supervivencia que tantos parecen haber perdido.
Los dinosaurios tuvieron su meteorito y nosotros tenemos nuestro egoísmo y nuestra estupidez.
Somos carne de extinción.
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