Cada vez son más las personas que tienen que recurrir a la beneficencia para sobrevivir
El hambre que deja el coronavirus tiene rostro, biografía, nombres y apellidos.
Detrás de las frías estadísticas del covid-19,
más allá de los informes oficiales y de las trifulcas teatrales de los
políticos, hay vidas truncadas, seres de carne y hueso que cada día se
levantan a las seis de la mañana, cuando aún no ha salido el sol, para
coger un buen sitio en alguna de las muchas colas de beneficencia de
Cáritas, Cruz Roja y otras oenegés especializadas en la atención a
personas sin recursos y sin hogar.
Hablamos de cientos, de miles de
personas necesitadas en todo el país, como las que hacen cola cada día
en la calle Quero del barrio madrileño de Aluche, auténtico epicentro
del hambre en España. Guardar turno al amanecer es solo la primera parte
de la odisea diaria hasta conseguir una bolsa de comida; luego toca
esperar siete u ocho horas hasta que un voluntario con mascarilla
atiende al solicitante y le entrega el consabido lote de supervivencia
con el brik de leche, la botella de aceite, el pan y algunas latas,
bolsas de arroz, garbanzos o lentejas.
En pocos días, la Asociación de Vecinos de Aluche ha organizado
una auténtica red asistencial y está llegando allí donde no llegan los
servicios sociales de las diferentes administraciones públicas, todas
ellas desbordadas por la avalancha de gente que pide comida para
sobrevivir. “Me he quedado sin trabajo, no tengo nada desde que empezó
lo del coronavirus. En casa todos estamos parados y, aunque hemos
solicitado las ayudas, de momento nada…”, asegura una mujer que aguarda
pacientemente su turno para recoger los alimentos.
Sulma era empleada de hogar con contrato y cumplía los requisitos
para recibir el subsidio especial estatal, pero la saturación de los
servicios públicos de empleo, desbordados desde que empezó la pesadilla
del coronavirus, está demorando la solicitud. Su marido ha fallecido y
su casa se reduce ahora a una habitación de dos por dos en un piso
alquilado que comparte con otras personas.
La vida para ella y para sus
dos hijas en edad escolar transcurre en la estrechez de esas cuatro
paredes, un angosto cuarto que malamente puede llamarse un hogar. “Estoy
desempleada desde el mes de marzo; ya debo lo que es el alquiler y
necesito comida para mis niñas. Todo son gastos. La propietaria me está
ayudando mucho, si no fuera por eso y por las ayudas estaríamos en la
calle”, se lamenta.
Sulma es solo un caso más entre los siete millones de españoles que
han solicitado algún tipo de subsidio a la Administración. Con todo,
esta cifra sigue siendo engañosa, ya que no incluye a los “invisibles”,
los que no tienen permiso de residencia en España o contrato de trabajo.
“Es gente que no tiene nada.
Yo soy jubilada y tenemos la obligación
moral de demostrar a la Administración local que no está haciendo su
trabajo, porque el Ayuntamiento no ha abierto ni un solo comedor en este
barrio. Ni uno. Hay un montón de personas que antes de la crisis no
llegaban a final de mes y ahora no pueden ni empezarlo”, asegura una
pensionista voluntaria que se ha unido a las tareas de reparto de
comida.
En Aluche, como en otras tantas partes de España, los vecinos se han convertido en asistentes sociales improvisados.
Si en los peores días del covid-19 los héroes fueron los sanitarios,
ahora quienes están salvando vidas en la calle son otros ciudadanos
anónimos que se vuelcan solidariamente en el apoyo a los demás. Sin
embargo, para ellos no hay aplausos a las ocho en punto de la tarde.
Paradojas de la nueva normalidad.
Javier es otro afectado por la brutal crisis económica a cientos de
kilómetros de Madrid, concretamente en Cataluña. Aunque cambien de
ciudad, las colas del hambre no se diferencian en nada. Personas en fila
india, como inmóviles fichas de un macabro dominó, guardando la
distancia de seguridad. Las mismas caras de desesperación, el mismo
silencio agobiante. “Hace un par de meses que vengo, estoy jubilado.
Hubo un problema con la Seguridad Social y no he cobrado aún. Vivo con
mi compañera, en eso no sufro. Si hay algo en Barcelona es que no falta
comida”, asegura. Por su parte, José lleva años durmiendo a la
intemperie, pero según explica la situación se ha tornado mucho más dura
tras el coronavirus. “Aquí estamos, luchando cada día. La mayoría de
los que vienen por aquí duermen en la calle”, afirma mientras guarda su
turno religiosamente.
Muchos de los que frecuentan las colas del hambre de Aluche son
veteranos de la beneficencia, pero también los hay que acuden por
primera vez, como Gala, una cuidadora de niños que al decretarse el
confinamiento perdió su empleo. “Nunca pensé que me iba a ver así. Es
horrible”. Eugenio es otro asiduo en las horas de reparto, acude casi a
diario. “Hace tiempo que no tengo trabajo. Vengo porque lo necesito,
trabajaba en limpieza, panadería, y me quedé sin nada”, se lamenta, al
tiempo que agradece que los lotes de comida sean “muy completos”. “Hace
años que esta iglesia ayuda”, afirma.
“Es el primer día que vengo, he ido a mi parroquia y dicen que
estaban saturados”, explica Susana, madre de tres hijos, dos de ellos
con discapacidad. Su marido, Manuel, ha perdido el trabajo y se han
quedado con lo puesto. “Habíamos comprado una buena partida de cosas
para pasar el invierno, gorros, guantes, pero vino el virus y nos
quedamos estancados. Ya estábamos con estrecheces, pero esto ha sido el
remate”, relata mientras recoge una de las bolsas con alimentos.
El paisaje que deja la epidemia de coronavirus en España resulta
desolador. A los más de 28.000 muertos (una cifra que sin duda aumentará
a medida que se vayan corrigiendo los graves fallos detectados en el
sistema de recuento de fallecidos) se suman las consecuencias
devastadoras tras meses de confinamiento de la población en sus casas y
el cese total de la actividad económica decretado por el estado de
alarma.
Se da por hecho que el PIB español caerá entre un 9 y un 15 por
ciento este año; el endeudamiento del país superará el doble del techo
de gasto fijado por Bruselas antes de la pandemia; y la tasa de paro
podría dispararse hasta el 23 por ciento, siendo optimistas.
Pero sin
duda, el peor indicador de la terrible recesión que sufrirá el país en
los próximos meses (la más dramática desde la Guerra Civil) será el de
la desigualdad. Según un reciente informe de la oenegé Oxfam Intermón
bajo el título Una reconstrucción justa y necesaria es posible, el
número de pobres en España se disparará a corto plazo: a los más de 9
millones de excluidos sociales que ya existían antes de que el
coronavirus irrumpiera en nuestras vidas habrá que sumar otras 700.000
personas más, las víctimas económicas de la plaga.
“Me dijeron que lo único que tenían eran las comidas de Telepizza
para mis hijos. ¿Y los fines de semana? ¿Y para desayunar?”, se pregunta
una mujer que frecuenta las colas del hambre en Madrid. Moratalaz es
uno de los barrios obreros madrileños donde la miseria aprieta con
fuerza estos días.
Tras las paredes de sus edificios de austero ladrillo
rojo malviven cientos de familias sin ningún tipo de ingreso. Hogares
donde ya no entra ni un solo céntimo, personas que para conseguir un
plato de comida dependen totalmente de la solidaridad de sus vecinos y
de las oenegés, que se hacen cargo de la dramática situación cuando los
servicios sociales han desertado de una forma indigna y lamentable.
“Es
una situación muy delicada, porque me pregunto yo: ¿Cómo hago para sacar
adelante a mis hijos?”, se cuestiona una madre de 34 años con dos niños
pequeños a la que hace unos meses suspendieron la renta mínima de
inserción.
La Cañada Real es otro infierno solo comparable a las imágenes de
pobreza extrema que nos llegan por la televisión de lejanos países del
Tercer Mundo. Un miserable Kabul en el corazón de Madrid.
“Ahora estoy
fatal, ¿y si pierdo la casa?”, dice otra madre angustiada. “Si los
políticos estuvieran en nuestra situación, no actuarían así. Hay que
tener empatía. Somos personas humanas”, sentencia. Roberto Borda, uno de
los voluntarios veteranos de la Asociación Apoyo, vuelve a lanzar un
SOS para concienciar a la clase política: “Empezamos atendiendo a gente
que por el tema de la crisis sanitaria no podía salir de casa y cada vez
fueron más las vecinas que se acercaron a nosotros diciendo que su
problema era que no tenían para comprar alimentos”, explica.
La
Asociación Apoyo permite a la persona con problemas económicos elegir
qué comida prefiere que le lleven a casa. Escoger entre una bolsa de
lentejas o una de arroz es el triste privilegio que le queda ya a mucha
gente.
Carlos Usías, presidente de la Red Europea de Lucha contra la
Pobreza, advierte de que los efectos de la pandemia se notarán con toda
su crudeza en los próximos meses. Es decir, lo peor está por llegar.
“En
esta crisis entra gente que no ha tenido nunca contacto con los
servicios de protección social”, revela. Son los nuevos pobres del
coronavirus, personas que nunca antes habían tenido que recurrir a la
humillante caridad y a la limosna.
No cabe duda de que el covid-19 ha puesto a prueba nuestro Estado de
Bienestar, seriamente debilitado tras años de severos recortes y
políticas ultraliberales.
La pandemia ha confirmado la fragilidad y las
grietas de todo el debilitado sistema: la Sanidad ha colapsado; los
geriátricos −en buena medida privatizados− se han convertido en trampas
mortales para miles de ancianos; la estafa de nuestro mercado laboral ha
quedado acreditada por los hechos (precariedad laboral, temporalidad,
bajos salarios); y los más vulnerables −pensionistas, dependientes,
parados, familias sin recursos, niños mal nutridos y mujeres maltratadas
sin independencia económica− serán, una vez más, quienes pagarán el
precio más alto de la recesión.
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